La desastrosa respuesta de los gobiernos de todo el mundo, y no solo el nuestro, como pretende la oposición, a la pandemia del coronavirus debería suponer el golpe de gracia al proceso de globalización tal y como se ha desarrollado en Occidente.

Es en efecto grotesco que Alemania gane un buen dinero exportando, por ejemplo, a China las máquinas que sirven para la fabricación allí de mascarillas, aprovechando la mano de obra barata, y que ese y otro material médico falte luego en Europa, como vemos que ocurre ahora.

Y que no solo los países, sino también las propias regiones dentro de cada país o los Estados de la Unión en EE UU, tengan que competir luego entre ellos para conseguir ese material que tanto escasea en el momento en que más se necesita en todas partes.

La interrupción de las cadenas de suministro por culpa del estallido de la pandemia ha puesto de relieve la vulnerabilidad a la vez individual y estratégica que supone la dependencia de China y de los países en desarrollo para la provisión también de medicamentos esenciales.

Resulta curioso que esta nueva pandemia haya tenido su origen en la misma provincia china de la que salió en el siglo XIII el bacilo de la peste que causó estragos a lo largo de la llamada ruta de la seda, en Oriente Medio y finalmente toda Europa.

La peste se originó en la provincia de Hubei en 1230 aunque se calcula que entonces tardó un cuarto de siglo en alcanzar la costa de China y más de un siglo -en 1348- en llegar a Europa a través precisamente de Italia, como ha ocurrido ahora con el coronavirus.

La peste o muerte negra, como pasó a conocerse aquella gran pandemia, tuvo consecuencias catastróficas para la política, la economía y la sociedad de la Europa medieval. Supuso el colapso casi completo del primer sistema económico mundial.

Debido a la frecuencia y velocidad de las conexiones aéreas con cualquier lugar del mundo, un virus tarda hoy no ya semanas, sino solo horas en cruzar de un punto a otro del planeta sin que pueda hacerse nada por detenerlo porque esos microorganismos no reconocen las fronteras.

Con su reguero de muertos y sin que al menos de momento se vislumbre una luz al final del túnel, la pandemia del coronavirus genera en todo el mundo justificados temores y hará que nos planteemos la mejor forma de al menos mitigar los efectos de una nueva catástrofe.

Y lo primero que deberíamos plantearnos son los límites de un proceso globalizador, que tuvo su justificación, a principios del siglo XIX, en la teoría de David Ricardo sobre la ventaja comparativa en el comercio internacional y que ha sido llevada, sin embargo, a peligrosos extremos.

Antes incluso de que estallara esta nueva pandemia, que ningún Gobierno había al parecer previsto pese a la existencia de señales claras de que podría ocurrir, la globalización estaba ya en entredicho. Lo estaba tanto por parte de la izquierda profesional y académica, que no se cansa de denunciar sus consecuencias catastróficas para el planeta, como por la ultraderecha populista, que critica la desindustrialización, las migraciones y los cambios culturales que genera en nuestras sociedades occidentales.

El coronavirus va a provocar sin duda un parón económico en todo el mundo, y las consecuencias desde el punto de vista social son todavía difíciles de calcular.

El paradigma neoliberal, basado siempre en la más cruda competencia, ha demostrado claramente sus límites y los demócratas de todos los países habrán de estar muy atentos ante los populismos, en su mayoría de corte autoritario, que nos acechan. La respuesta a un desafío colectivo como es una pandemia no puede ser nunca el egoísmo nacionalista, como el que diariamente exhibe el autocrático presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sino la cooperación y la empatía.