Cantaba el incomparable Aute a la belleza, en una poesía musicada de rango superior, donde el autor se lamenta de que pocas personas sean ellas mismas, atreviéndose a correr el riesgo de buscar la belleza en el único lugar donde realmente esta reside, en el yo profundo de cada uno de nosotros... Verdaderamente hermoso en sí mismo, ¿no? Pues ya ven, el cronista, que solo puede aspirar a utilizar la palabra, al no haber sido ungido con los superlativos dones de Luis Eduardo en lo tocante al arte, va a atreverse a cantar hoy a otro valor supremo, parecido al de tal belleza ligada a la dignidad y al saber ser y estar, sin importar el parecer. Lo hará a la prudencia, de forma más torpe que Aute, pero esperemos que con la suficiente cordura, que no es poco ya en los tiempos líquidos y posmodernos -lo remarco un día más- en que nos toca vivir. Prudencia pues, siempre deseada pero en algunos casos, y aquí la tesis que les brindo, obligada.

Sí, sí, obligada... Porque cuando uno representa ciertos papeles institucionales, ha de ser prudente, casi por encima de todas las cosas. Muy prudente. Más que prudente, no rebozándose en deslices que, por posición de poder o de referencia social, pueden tener un coste verdaderamente incalculable. Ser prudente es un don para quien lo ejerce por voluntad propia ante la vida, ligada al respeto a los demás. Pero no puede ser sino un requerimiento cuando, en tales papeles excepcionales, lo contrario representa mucho más que el ridículo más espantoso, llegando a suponer un indicador del desmembramiento intelectual de nuestra propia cultura.

Ya saben por qué digo esto, a tenor del título del artículo. Porque, que alguien especule con la oportunidad de "inyectar luz o desinfectante" (sic) en las venas de los enfermos de Covid-19, representaría un dislate y poco más. Pero que lo diga el que se supone que es uno de los hombres más poderosos e influyentes del mundo, o el que más, ¿qué quiere decir? ¿No tiene esta persona, en un país donde hay lo mejorcito en investigación y praxis clínica, asesores? ¿Es realmente espontáneo tal nivel de histrionismo y tal capacidad retórica de reírse de sus propias barbaridades y, así, descalificar absolutamente todo y a todos a su alrededor? ¿Está pasando realmente esto, o se trata de desinformación y de intoxicación colectiva?

Uno, que es inquieto, se ha apresurado a buscar la fuente de la noticia. Y, efectivamente, hay evidencias gráficas de ello, con un Trump apelando justamente a "utilizar doctores" para probar el inyectar desinfectante a enfermos de Covid-19, lo que iría bien para limpiarles los pulmones. Sinceramente inimaginable, y fuera de cualquier rango de racionalidad. Produce vergüenza ajena verlo, y uno se imagina el papelón de los responsables epidemiológicos y clínicos de la Administración de ese país que lo estarán pasando horrible mientras su jefe supremo, en una nación que casi deifica a tal cargo público, dice literalmente sandeces.

No. No todo vale. Y, cuando uno tiene responsabilidades supinas, casi nada vale, salvo la verdad, el compromiso con la sociedad y una ética inquebrantable, ligada a la prudencia como valor intachable. No vale, como oposición, ya en clave doméstica, mentar supuestos informes estrella que luego se estrellan por el camino, y que no tienen mayor valor que el que se le quiera dar desde el oportunismo en el momento. No vale meter miedo o sembrar dudas porque sí. No vale lastimar con el único objetivo de erosionar al enemigo, siendo conscientes de que así se tambalea el conjunto, con consecuencias incalculables. Y tampoco vale convertir acciones de gobierno, susceptibles de ser malas, regulares, buenas o mejores, en dogmas de fe. Nada de eso vale. Y tampoco vale dar ruedas de prensa, volviendo a Trump, para hacer chascarrillos, cuando las personas -abrumadas, agobiadas y lastimadas- necesitan otro tipo de planteamientos mucho más profesionales y orientados a objetivos, como un periodista se encargó de afearle al presidente, que aún tuvo mucho más que replicar desde la altivez y, me temo, hasta la chulería...

La prudencia ha de ser fundamental para alguien que se empeñe en liderar. En gobernar. Y, ¿saben por qué? Porque vivimos en una sociedad donde hace siglos que uno no puede saberlo todo en todos los campos, y ha de saber tener buenos oídos para escuchar. Por eso un presidente, que a lo mejor tampoco sería el mejor portavoz, tiene que saber dar cancha a los especialistas, que serán los que tengan que plantear diagnósticos y abordajes terapéuticos, plantear dudas y sembrar esperanzas. Además, un cargo público verdaderamente responsable ha de ser consciente del alcance no solamente de sus decisiones, sino también hasta de sus gestos. Y, así, medir los mismos en términos de su posible repercusión colectiva.

Ingerir, inyectar o respirar lejía puede ser desastroso a nivel tisular y sistémico. Y, en el hipotético caso de que fuese de otra forma, ni es Trump el encargado de investigarlo, ni de plantearlo, ni de sacarlo en una rueda de prensa en el que le espeta tal espontánea posibilidad a un aterrado alto funcionario en materia de salud pública.

Asusta, sorprende, abochorna y produce rechazo ver esto en las más altas cotas de representación, constituyendo un signo muy negativo en términos de evolución de la especie humana.