El Gobierno libra su batalla en las televisiones y en los boletines internos contra el bulo partidista del adversario. El suyo, en cambio, parece ser de libre y pertinente circulación. Se instrumenta por medio de perfiles anónimos en las redes sociales, igual que el otro, y campa a sus anchas en las encuestas del CIS y en la limpieza de datos de las víctimas de la pandemia. Los rumores, incluso los más infamantes y odiosos, tienen relativa importancia en una circunstancia tan dramática en la que los hechos superan a la ficción.

Pregunten a alguno de los profesionales de la sanidad infectados por culpa de las mascarillas defectuosas que le colocó al ministro el intermediario chino qué opina de la proliferación de bulos, si el Gobierno está sufriendo un desgaste injusto de la rumorología y si para combatirla hay que fiarse exclusivamente de la versión oficial, como sostiene el Principado, en boletines internos, y Moncloa. Pregunten cómo está el barómetro de la fiabilidad cuando no lo aplica Tezanos, demandado un ministerio de la Verdad en este país. O cuando Pablo Iglesias lo hace suyo en su intento totalitario de controlar el tole ajeno. Los rumores se combaten con informaciones veraces y no persiguiendo la libertad de expresión por tierra, mar y aire.

La pretensión sectaria o incluso la de los seres de buena voluntad de que al Gobierno no se le critique por su ineficaz gestión mientras la pandemia dure es antidemocrática en el primero de los casos e hija del síndrome de Estocolmo, en el segundo. ¿Por qué no se le va a criticar y pedir responsabilidades? ¿Acaso esto es China? Un político viejo conocido me recuerda que, al poco de ser nombrado canciller del Reich, en 1933, Hitler publicó un decreto para ilegalizar todos los rumores maliciosos definiéndolos vagamente. De esta manera criminalizaba cualquier tipo de crítica y descrédito hacia el Gobierno nacional. Ese no puede ser el camino.