Hasta los optimistas por naturaleza coinciden con los pesimistas bien informados en que lo que venga después de la pandemia causará un vuelco radical en la vida de las personas, en su forma de relacionarse y de trabajar, en el ámbito sanitario y en el económico, aunque es probable que el mundo de ese futuro hipotético sea así: los ricos cada vez más ricos; los pobres, más pobres y la policía más numerosa. Ojalá haya también más médicos y enfermeras con mejores medios; y mayor atención a los geriátricos, donde además de cuidar habrá que curar y aprender a prevenir.

Estamos sumergidos, todos los países sin distinción, en la mayor crisis que el mundo ha enfrentado desde la Segunda Guerra Mundial. De su mano llega también el desastre económico más grave desde la depresión de los años treinta del pasado siglo, aquella que llenó de chabolas los aledaños de los rascacielos de Nueva York, las hoovervilles que magistralmente describiera Steinbeck en Las uvas de la ira. A veces la literatura es visionaria, y no solo la ciencia ficción; como también el cine. El arte y la cultura también merecen protección, no solo las televisiones privadas.

El coronavirus muta pero no cambia la actitud de los gobiernos, indispuestos a afrontar en común una salida universal a la crisis. La pandemia de un mundo viral y sin fronteras se beneficia de las enormes disensiones entre las grandes potencias y del nivel de incompetencia de muchos gobernantes. No se puede afrontar una crisis tan grande con dirigentes políticos tan pequeños.