Los odiosos coches. Han vuelto y es lo más indeseable del regreso a la actividad. Tal vez exagere, porque, al parecer, también está la gente que se refocila en las terrazas recién estrenadas y los presidentes autonómicos que se quejan al no poder abrir las suyas e ir por detrás en esa extraña competición por llegar antes a ninguna parte, a las próximas elecciones, tal vez. Y tenemos también las aglomeraciones de paseantes, corredores y ciclistas por la estrechura de un paseo marítimo donde los peatones se amontonan en una ridícula franja de adoquín mientras los (odiosos) coches discurren, con fluida solvencia, a través de cuatro anchurosos carriles con vistas al océano. El Ayuntamiento de la ciudad, con buen criterio, ha habilitado una de estas pistas de asfalto para el ciudadano de a pie, pero se trata de una medida provisional y, sobre todo, farragosa, dada la confusión de usos a los que está siendo sometida entre los vacilantes conos que la separan del tráfico rodado y humeante. Caminar o correr se han convertido estos días en actividades muy exigentes. Uno no puede relajarse y dejarse llevar sin más por el fluir de sus oxigenados pensamientos, debe permanecer alerta en todo momento a los enjambres de febriles pedaleadores, patinadores motorizados y hordas de convecinos desconfinados que van y vienen por delante y por detrás, a un lado y al otro, y tratar de esquivarlos con cierto estilo, mientras los cristales de las gafas vuelven a empañarse debido a la agobiante mascarilla con la que va embozado.

Las imágenes de ciudades despobladas que ha dejado esta crisis durante las últimas semanas nos han mostrado, con un naturalismo vergonzante, el deshumanizado diseño urbanístico que hemos asumido como inevitable y al que nos hemos entregado en cuerpo y alma en las últimas décadas: la absurda distribución de los espacios públicos, siempre supeditados al trazado de calzadas y monstruosas avenidas, las angostas aceras sembradas de bolardos disuasorios para los invasivos automóviles (lo que dificulta todavía más la movilidad de peatones, sillas de ruedas, cochecitos de bebés, etc.), la ausencia de espacios naturales, de árboles, de parques verdes entre tantas toneladas de asfalto y hormigón.

Ojalá esa normalidad futura que todos ansiamos nos traiga alguna reflexión seria sobre la forma en que habitamos nuestras ciudades, quemando cada día el tiempo único de nuestras vidas entre tubos de escape y fragores de cláxones y motores, relegándonos a los márgenes del territorio urbano conquistado por esos (odiosos) coches que vuelven, como el virus que nos ha noqueado, a circular de nuevo a sus anchas por todas partes.

"Solo hay una vida", solía decirme un amigo, en aquellos tiempos anteriores a la pandemia, si me veía indeciso a la hora de pedir una última cerveza antes de regresar a casa. Nos la bebíamos siempre, la cosa era seria. Ahora también.