La mitad del problema español está en la escuela. Lo que España necesita y debe de pedir a la escuela no es precisamente hombres que sepan leer y escribir sino hombres; y el formarlos requiere educar el cuerpo tanto como el espíritu, y tanto o más que el entendimiento, la voluntad". Lo escribía el regeneracionista Joaquín Costa en El Liberal hace 122 años. Parecen palabras pensadas para hoy mismo. Este país, como si nunca arrancara hojas del calendario, sigue arrastrando sus mismas pesadas cadenas de siglo en siglo. Casi siempre los grandes males acaban revelándose en los pequeños detalles. Abren las terrazas de la hostelería, lo cual está bien camino de la progresiva normalización. Dan por cerrado el curso las escuelas, sin que a nadie parezca perturbarle seriamente las consecuencias para los alumnos.

Francia reanudó esta semana el curso. España lo deja, como los malos estudiantes, para septiembre. Un asunto complejo que genera controversia, y cuenta con defensores y detractores. Los escolares van a pasar en la práctica un año en blanco, pese a las generosas e individuales iniciativas de los profesores comprometidos por ejercer la docencia a distancia. El ministro galo del ramo no pudo ser más contundente y claro a la hora de fundamentar su decisión: "La escuela primaria es absolutamente fundamental si queremos limitar la desconexión escolar y elevar el nivel del país. Sería difícil de imaginar un niño de siete años sin clases durante seis meses. Resultaría mucho más cómodo para mí retrasar la apertura. Pero me niego, pienso que no sería digno".

Qué diferencia abismal con los debates sobre la docencia en España. El recurrente aquí pone el acento únicamente en el carácter de la enseñanza -que sea pública- y nunca en un objetivo de calidad -que alcance la excelencia-. En estos dos meses de reclusión la única preocupación expresada en voz alta por los responsables educativos fue incitar al aprobado general de manera indirecta. No desmoralizar a los niños antes que inculcarles los conocimientos perdidos durante el confinamiento toma cuerpo como lo prioritario.

Tanto daño inflige a la aulas el igualitarismo como el elitismo. Superar curso no garantiza aprender. Menos universidades y más sabios, pedían los regeneracionistas en 1898 tras el dolor por la decadencia española. Educar no consiste en cumplir trámites y expedir boletines de notas, sino en instruir ciudadanos con conciencia crítica capaces de razonar por sí mismos.

El desafío para la recuperación es pedagógico, además de sanitario y económico. Advertíamos en este mismo espacio editorial hace unas semanas que pocos momentos tan propicios como este podrán hallar los políticos para plantearse una reforma radical que siente las bases de la prosperidad de la nación y la estabilidad del sistema educativo por muchas décadas. Los colegios continuarán cerrados hasta después del verano, salvo algún grupo especial como los que preparan la EBAU o los de Infantil -para que los maestros cuiden a los pequeños mientras sus padres trabajan-. Galicia solo permitirá, de momento, que a partir del 25 de mayo puedan regresar a las aulas los alumnos que quieran de segundo de Bachillerato y segundo de FP media y superior. Esta clausura anticipada supone una llamativa paradoja frente a otros sectores. Máxime después de lo visto el lunes, con el temerario asalto a las terrazas de cientos de ciudadanos de conducta reprobable. Allí donde fracasa la educación a la hora de trasmitir valores como la responsabilidad y el respeto abundan los comportamientos incívicos.

No hay futuro sin pensar en la escuela. Sin el sacrificio de estudiar y el esfuerzo de enseñar. Esta generación a la que pertenecemos puede pasar a la historia como la más egoísta. La que satisfizo los deseos inmediatos y su hedonismo legando cuantiosas deudas y onerosos lastres a su descendencia. Laminó durante la Gran Recesión la esperanza de una hornada entera de jóvenes, a la que condenó al paro, la precariedad máxima y la dependencia cuando no la emigración. Ahora, en la Gran Reclusión, castiga a quienes vienen detrás con lagunas y paternalismos en su formación. La baja cualificación agranda la brecha salarial en economías fuertemente terciarizadas o dependientes del turismo, como la española, y retarda la cuarta revolución industrial, la de la robotización.

El desdén por el saber escala a todos los niveles. La Universidad, en su generalidad, está desaparecida como fábrica de ideas cuando debería erigirse en el faro orientador ante lo que sucede y en referente para superarlo. La política científica brilla por su ausencia. En España, el responsable de hallar la vacuna contra el coronavirus cobra menos de 2.000 euros al mes, tiene 45 años y lleva 23 viviendo de becas y contratos temporales. Este es tiempo de encarar la verdad. O nos reformamos para producir más, gastar menos y cultivarnos mejor intelectualmente, o el padecimiento actual parecerá nimio comparado con el que nos espera. Aprestémonos a convertir el marasmo que nos atenaza en una esplendorosa etapa educativa y creadora.