Es difícil imaginar a España sin terrazas, vinos ni tapas y, sobre todo, sin lotería y fútbol, que son la esencia antropológica del país. Lo de los bares, mal que bien, ya está en vías de arreglo; y ahora se reanudan los sorteos de la Primitiva y del Euromillones. La vieja normalidad viene de camino.

Más allá de la decreciente cifra de contagios y muertos, esta es la más clara señal de que la epidemia está tocando a su fin (o cuando, menos, al descanso).

El fútbol queda para más adelante; pero tampoco va a tardar mucho. Allá para el 12 de junio, o quizá antes, volverá a correr el balón sobre el césped de los estadios que, eso sí, van a estar vacíos de hinchas. Nada de lo que preocuparse. La mayoría de los espectadores ve el fútbol por la tele, que, consciente de los hábitos del público, pondrá a los partidos una banda sonora de pega para suplir la falta de aficionados. Pocos distinguirán entre el audio del gol pregrabado y el de verdad.

Mucha falta nos va a hacer a todos en los próximos años el deporte de la patada a la pelota. El fútbol es consuelo natural del que ha perdido o va a perder su empleo, entretenimiento para las masas sin liquidez monetaria y garantía de la permanencia y unidad del Estado. Ya en tiempos del general Franco, un buen clásico Madrid-Barça programado en la fecha oportuna era suficiente para abortar cualquier manifestación de los enemigos del régimen.

Con las cosas del balón no se juega. La experiencia reciente demuestra que a los españoles se les puede tocar el sueldo, la pensión y hasta las narices sin que ello traiga consecuencias para el Gobierno ni para el orden público. Se puede jugar, igualmente, al mecano de la deconstrucción del Estado y a la República Independiente de Ikea, mientras esas diversiones no entren en conflicto con la Liga.

Todo ello parecía haberse venido abajo con la declaración del estado de alarma que confinó bajo arresto domiciliario a todos los españoles, ya fuesen del Madrid, del Barça, del Celta o del Villarreal. Abrumados por la enormidad del desastre, los ciudadanos se olvidaron de la Liga. Y hasta de la quiniela y de la bonoloto.

Una situación del todo anómala, si se tiene en cuenta el papel del Gordo de Navidad -por ejemplo- como aglutinador de la solidaridad entre las tierras y las gentes de España.

Tan solo el culto al balón y, si acaso, a las quinielas y loterías del Estado son capaces de poner de acuerdo a los habitantes de esta parte de la Península, que por lo demás solo coinciden en remarcar lo diferentes que creen ser unos de otros. El prurito de no parecerse al vecino es lo que verdaderamente hace que los españoles se parezcan tanto. Además de lo mucho que a todos nos gusta el deporte inglés del balompié.

Con el regreso de la lotería y del fútbol -sin olvidar los bares- volvemos en cierto modo a la normalidad. Un español sentado ante la tele del bar con su vino o cerveza en la mesa para seguir los avatares de su equipo favorito será la más nítida imagen de que las cosas han vuelto al cauce habitual en este país. Si además ha podido cubrir antes los números de la Primitiva, la vida ordinaria estará ya de vuelta.

Será por eso que hasta Euskadi y Galicia, siamesas por tradición en la cosa de las elecciones, han fijado ya fecha en julio para celebrarlas. Se conoce que tanto Urkullu como Feijóo -y viceversa- entienden exactamente de qué va esto de la normalidad.