Saben esos días en que diferentes acontecimientos, ubicados en momentos y espacios bien distintos, terminan hilvanándose para formar un todo? Pues hoy, en el momento en que redacto estas líneas para mi cita de mañana con ustedes, tengo esa sensación. Porque ya temprano, cuando leí la noticia de una nueva bajada en lo que nos gastamos en pensiones, como consecuencia de los retrasos en el trámite del alta de las recientes, así como por el fallecimiento especialmente acusado de personas mayores, todo ello debido a la pandemia de Covid-19, algo empezó a gestarse... Cuando, además, releo declaraciones de diferentes personajes públicos, a lo largo y lo ancho del mundo, bien reclamando la protección de las personas más castigadas por esta patología o, todo lo contrario, a lo Bolsonaro o al modo de los Países Bajos, encogiéndose de hombros y explicando que a todo el mundo le llega su hora, como forma de sacarse el problema de encima y justificar malas políticas y recortes encubiertos, más vuelvo a pensar en aquellos que hace ya treinta, cuarenta o cincuenta años que peinan canas. Nuestros mayores.

Y al mediodía y para terminar de fijar el tema, cuando supe que Juan -padre de amigos y amigo, icono para mí de entre los mayores por su capacidad de resiliencia, su fortaleza y su temple, nos ha dejado de forma repentina a los 94 años- la suerte quedó finalmente echada. Porque hoy he de insistir, aquí y ahora, en ese mantra tan mío de que no debemos circunscribir al mayor al folklórico papel que nuestra sociedad parece otorgarle a veces, lejos de los centros de decisión y abocado a eternas partidas de cartas o a una vida meramente contemplativa.

Precisamente porque Juan era todo lo contrario, y porque en él y en otros mayores me he fijado muchas veces como modelo, me rebelo contra todo ello. Pero en realidad mi rebelión es todavía más intensa, y va contra el costumbrismo, el etiquetado sistemático de las personas o la proyección de unos valores, actitudes e ideas determinados sobre capas concretas de la sociedad, en función de sus características, pasando por alto la diversidad, la pluralidad y todo lo que tiene que ver con lo inherente a cada individuo.

Por eso hay mayores que, como Juan, seguían subiendo al monte de su mágico pueblo natal mucho más allá de la edad de jubilación. O disfrutando con una conversación con personas de otros lugares, otras circunstancias y, desde luego, otra edad. Y es que hay muchísimos mayores que mantienen intacta su capacidad de sorprenderse, de emocionarse con los nuevos descubrimientos y de aprender cada día. Y hay mayores a los que la a veces mal utilizada palabra abuelo cuando se dirigen a ellos, por mucho que tengan hijos y nietos a veces, no les describe cuando se supone asociada a típicos tópicos que no tienen que ver con cada persona concreta.

Otro que fue mayor, que mañana hubiese cumplido 95 años y que se fue hace años, papá, jugó a las cartas y bailó mientras pudo, porque le gustaba. Y eso es fenomenal. A mí todo ello me horroriza, y si algún día cumpliese ochenta años absténganse de invitarme a jugar la partida o a bailar esos maravillosos tangos o pasodobles con los que mamá y él disfrutaban en movimiento, porque seguirá sin gustarme. Cada uno es diferente, y ser mayor o ser joven (contribuciones de orden superior en el todo que define la forma de ser de cada uno, en el hamiltoniano de la integral de acción de cada personalidad) no puede eclipsar al elemento principal, que es quién es uno y qué le define, por encima de todo. Ser mayor es, sobre todo, una estupenda forma de seguir siendo uno mismo, viviendo una línea de vida única e irrepetible que comienza con el nacimiento y que, indefectiblemente, termina en momentos como este que les cuento de mi amigo.

Ser mayor no es definitorio de nada. Y ser joven tampoco. Ni de mediana edad. Ni ser hombre ni ser mujer. Se trata de ser uno mismo, sin mayor etiqueta, aunque le pese a los publicistas y demás catalogadores de seres humanos. Y de vivir según el camino interior que, se supone, todos vamos trazando en cada momento, respetando y queriendo a nuestro alrededor, y siguiendo nuestra propia ruta vital. Una ruta donde el propio camino es la machadiana meta, y donde no podemos esperar mucho más que paz y sosiego como fruto de nuestras acciones.

Este artículo, personalizado con cariño en Juan, pero muchísimo más abierto, es un homenaje sincero a todos nuestros mayores. A los que ya no están y, especialmente, a los que se han ido estos días de luto por el aciago balance provisional de la Covid-19 o por el resentimiento de muchos procesos crónicos ante el cambio de rutinas de personas vulnerables. Pero también a los que siguen con nosotros, a los que les deseo larguísima vida y muchas oportunidades de implicación profunda en la sociedad. Porque ser mayor es ser fuente de experiencia y de visión, algo que comprendí y comprobé, como ya les he contado muchas veces, en latitudes donde las cosas importantes de la comunidad las deciden los mayores a la sombra de un buen árbol centenario. Porque los mayores, en tanto que el camino que ya han recorrido, pueden ser un pilar básico a la hora de construir una mejor sociedad. Y solo con que nos ayuden a no meternos en los cíclicos charcos en los que nuestra sociedad se embarca, nos habrán regalado algo impagable. Y ellos saben, porque han construido lo que hoy llamamos presente con sus propias manos. Y a veces hasta sus casas, y sus ciudades. Su futuro. Y, desde luego, el de todos nosotros...