Uno de los más notables efectos del coronavirus en España ha sido la abolición -es de suponer que temporal- del Estado de las autonomías. Los reinos autónomos pasaron a depender de un mando único que, como su propio nombre indica, restableció el Estado unitario y, de postre, devolvió a las caducas provincias del siglo XIX su perdido protagonismo. Los resultados de esa decisión -a todas luces, aventurada- están a la vista. Y no son precisamente para felicitarse.

Otros países de régimen descentralizado como, un suponer, la República Federal de Alemania, optaron por la más lógica vía de mantener la habitual capacidad de gestión de sus Lander, que aquí llamamos comunidades autónomas. Las consecuencias, favorables en el caso alemán, están igualmente a la vista.

Sin necesidad de confinar a la gente por las bravas ni de sacar el Ejército a la calle (no se sabe muy bien para qué), los números de Alemania avalan la extraordinaria eficacia de su gestión. Los de España, para qué vamos a engañarnos, sitúan a este país en indeseados puestos de cabeza dentro de los más afectados por el virus de la corona en todo el mundo.

La canciller Ángela Merkel tuvo el buen sentido de respetar la Constitución de su país, que concede a los Estados y ciudades federadas la gestión de la sanidad y, en consecuencia, la adopción de medidas contra una epidemia como la que está en curso. Obviamente, el Gobierno federal hizo las recomendaciones generales que venían al caso y adoptó el papel de coordinador; pero fueron los gobiernos regionales dotados de autonomía los que decidieron cómo y cuándo aplicar las medidas acordadas (entre todos).

Al igual que ocurre en España, las situaciones de cada uno de los Lander eran distintas y a menudo distantes. Cada uno de sus gobiernos autónomos conocía mucho mejor la situación de su territorio que la Administración central, lo que les permitió modular adecuadamente la respuesta local a la epidemia.

Más o menos lo contrario de lo que ha pasado en el caso español. Aunque la gestión de la Sanidad también esté conferida aquí desde hace décadas a las autonomías, el Gobierno optó por recuperar de golpe esas competencias y ponerlas en manos de un ministerio que, por razones obvias, carecía de experiencia gestora. Parecía inevitable que su ineficiencia a la hora de contratar material sanitario se pusiera de manifiesto más pronto que tarde, como así sucedió.

Solo se puede especular sobre cómo hubieran discurrido los acontecimientos si el Gobierno de España respetase el papel que la Constitución adjudica a las comunidades autónomas, en vez de ampararse en el estado de alarma para volver, excepcionalmente, al modelo de Estado central.

Alguna pista da, sin embargo, el ejemplo de Alemania, que ha combatido esta crisis sanitaria mucho mejor que casi cualquier otro país de Europa. Sus bajas cifras de mortalidad y la menor incidencia de la epidemia en su economía parecen avalar el modelo federal de ese país, tan parecido -en teoría- al español. Contrastan, desde luego, con la mediocre gestión que ha hecho el Estado centralista francés o el autonómico de España, recentralizado por el Gobierno de Sánchez. Igual es que las autonomías no pueden funcionar si se les quita la autonomía, pero quién sabe.