Sí, lo reconozco. Siempre he sido profundamente meritocrático. Siempre he creído en que las personas más dotadas para cada tarea -mezcla de capacidad, adaptación y mucho trabajo- deberían ser las elegidas para la misma. O, al menos, que las que fueran promocionadas figurasen en la nómina de las más capacitadas. O que las mismas tuviesen una capacidad de media-alta para arriba. O que, en último término, pudiesen de verdad aportar algo en la tarea que la sociedad les confiaba.

Pensé que el estudio y la dedicación como formas de vida traían, aparte de mucho sosiego personal, sus réditos en términos de reconocimiento, remuneración y carrera profesional. Creí -y lo sigo creyendo- que era importante hacer las cosas bien. Y que aquellos que no aprovechaban el tiempo de estudio y crecimiento personal, en el ámbito que fuese, y que preferían darse al solaz o al despendole, nunca tendrían ningún tipo de éxito, por difícil que sea categorizar qué significa el mismo. Hoy sé que estaba, y sigo estando, equivocado.

Nunca imaginé -y más hace años- que existen circuitos diferenciados para el alcance de determinadas posiciones, y que el dedo, el dedazo, la cuna que uno tenga y la existencia de potentes grupos de poder en nuestro país, con tentáculos largos y férreos, es lo que promociona a las personas, por vínculos, intereses o pulsiones. Mucho más que las horas de comprensión íntima y beatífica de la Mecánica Estadística o la Difracción de Fraunhofer, los entresijos del Mester de Clerecía, el entender los diferentes usos y funciones del sintagma nominal o el papel específico de la mitocondria en la combustión de los hidratos de carbono y consecuente generación de energía que nos mantiene en pie, a pesar de todo.

Con el paso del tiempo, empecé a vislumbrar algunos de esos mecanismos, de apellido, de dinero, o de pertenencia a grupos de poder de diversa índole. Así, pude ver a alumnos de alumnos míos encumbrados en dos días al papel de "expertos de primer nivel", por la obra y gracia de determinadas palancas de poder. Conocí a concejales de pueblo que, de ahí a su Diputación y a la vida orgánica de sus partidos, pasaron a parlamentarios o "gestores" en distintos gobiernos autonómicos o centrales sin haber tenido jamás desempeño profesional alguno más allá de ser cachorro de uno, del otro o del de más allá. Entendí finalmente cómo personas con carreras brillantes en la Universidad y doctorados verdaderamente sublimes, con docenas de papeles de primer nivel en las mejores revistas fueron desplazadas por quienes, con expedientes rayanos en la planitud total y varios años de bandazos en la facultad, fundamentalmente en su cafetería, se supieron colocar en el momento y el lugar adecuado bajo el ala protectora de quien, por los motivos que fuese, les apoyó, y hoy son profesores o catedráticos. Y entonces, como Francisco de Quevedo, "miré los muros de la patria mía", recordando lo que sigue del Salmo XVII con una mezcla de tristeza, cierta amargura y mucha preocupación, comprendiendo el estado de las cosas en nuestro país, donde no progresamos adecuadamente y donde es difícil poner algo en marcha, fundamentado en valores universales y el respeto a los demás, incluida una cuarentena medianamente seguida, no reventada cada día por los más listos y no cuestionada desde el punto de vista de los intereses particulares de cada cual. ¿Han visto ustedes el caso de, por ejemplo, Eslovaquia? ¡Qué envidia!

Aún así, fíjense, seguí y sigo creyendo en la educación como arma casi sobrenatural para cambiar el mundo. En la educación en valores, por ejemplo, a la que dediqué bastantes más esfuerzos en el pasado que ahora. Y también en el formidable reto de construir la sociedad que vendrá a partir de las competencias, capacidades y contenidos, puros y duros, que reciban los que vienen detrás, y hoy forjan su personalidad y su futuro personal y profesional. Creo en ello, sí, por denostado que esté y por poco interés -seamos sinceros- que le ponga el conjunto de la sociedad a tan hercúlea tarea. Y, por todo ello, me niego a creer en las escuelas como meros contenedores de alumnos y alumnas, que a veces parece que incordiasen en casa.

Creo en las escuelas como catedrales del saber, donde se ha de enseñar el enorme valor y la belleza del conocimiento, y también intentar transmitir cómo el mismo, aplicado, transforma y mejora nuestra vida y tiene la capacidad de librarnos de los grandes problemas que, como grupo humano en marcha, debemos afrontar.

Creo en la escuela, sí, pero no de una forma costumbrista y apegada a clásicos chascarrillos y esquemas de quien no se la toma en serio. Creo en la escuela, en la Academia, y hasta en la Universidad, como germen de cambio personal y colectivo, de crisol de pluralidad y de maduración de las capacidades de cada uno dentro de una diversidad inclusiva, pero muy atenta al itinerario personal y conscientes de la capacidad de cada ser humano, único e irrepetible. Y creo en la escuela como un vector mágico hacia posibilidades que hoy ni imaginamos, pero que están presentes desde muy pequeños en cada uno de nosotros.

Todo ello puede ser la escuela, en su conjunto, si la mimamos y si se construye verdaderamente un espacio educativo amplio, que no tiene nada que ver con la necesidad de cuidar a los chavales para que sus progenitores puedan producir de sol a sol, o ni siquiera de titular como único interés puramente administrativo. La escuela, aún siendo esas funciones compatibles y colaterales, ha de estar orientada y servir a otro tipo de objetivos. ¿Y saben para qué? Pues, entre otras cosas, para lograr un nivel de excelencia personal y colectiva, inaplazable e imprescindible al que, por favor, no se pueda llegar por atajos.