Les saludo con ilusión, en este nuevo día juntos. A la chita callando, ya es 10 de junio. Y, por lo que parece mientras redacto estas líneas, sigue sin irnos mal en cuanto a la evolución de la pandemia que marca esta etapa de nuestras vidas. No me entiendan mal, la misma ha provocado ya un impacto terrible en todo el mundo y, en particular, entre nosotros, con muchas víctimas irrecuperables. Me refería al estado de los contagios en este momento y a la escasa presión actual sobre un sistema sanitario que, por fin, puede respirar un poco más tranquilo. Lo importante, en cualquier caso, es no bajar la guardia y perseverar en buenas prácticas que aseguren una baja transmisibilidad del virus, hasta que se disponga de un arsenal terapéutico específico, así como de medidas de prevención y control en forma de vacunas seguras y eficaces.

Más adelante ya haremos un análisis sosegado de algunas de las barbaridades que se oyen ahora, y que desde el punto de vista no ya científico, sino de una mínima crítica conceptual amparada en la ciencia, no se sostienen ni dos segundos. Bulos y lastimosas declaraciones de notables en otros campos que, metidos a pontificar sobre 5G y Covid, por ejemplo, confunden significante y significado, y se llevan por delante la obra de James Clerk Maxwell, por ejemplo, tan pronto abren la boca. ¿Y quién es el tal Maxwell, quizá se pregunte alguno de ustedes? Bueno, su teoría de unificación de campo eléctrico y campo magnético revolucionaron en su momento la Física y siguen vigentes y potentes no solo para explicar la Naturaleza, sino que son la base de mucha de la tecnología que conocemos y de la que vendrá. Ya lo hablaremos...

Hoy, queridos lectores, tenemos otro tema que poco tiene que ver con la Covid y el Electromagnetismo, pero que también es causante de preocupación. Y es que, un tanto solapado por la emergencia sanitaria quedó hace unos meses quizá el momento más delicado de la Casa Real Española. Noticia que ahora se reactiva, con recientes acontecimientos al respecto dentro del ámbito judicial. Y es que lo presuntamente ocurrido, de confirmarse algunos de los aspectos en liza, producirá consecuencias en la vida institucional española.

De todos modos, para mí lo importante en el cada vez más presente debate sobre la conveniencia o no de la institución monárquica hoy en España, no es este u otros episodios relacionados con la Corona o con la familia que la ostenta. No. Para mí, sin negar ni un ápice de la gravedad -firme o presunta- de hechos ya juzgados o pendientes de ser tenidos en cuenta en Sede Judicial, la cuestión es otra. Y por eso ya hace veinte años yo hablaba con claridad sobre ello, cuando tal debate ni existía ni se le esperaba. Para mí la tesis principal es que la Monarquía hoy no tiene cabida en nuestra sociedad, pero no porque haya hecho esto, lo otro o lo de más allá. Simplemente, así lo creo porque me parece una fórmula agotada, con graves deficiencias estructurales y apegada a una tradición sin sentido hoy. Y, si aún por encima, sumamos un desempeño cuando menos un tanto cuestionable, no hay mucho más a lo que agarrarse...

El vector paternofilial, como he expresado muchas veces, está superado como garante de virtudes, valores o capacidades. Ha habido en la Historia monarcas corruptos, incapaces o despóticos, cuyos hijos fueron todo lo contrario. Y ha habido monarcas brillantes cuyos vástagos dilapidaron el caudal moral, político y gestor de sus padres, enfrascados en sus placeres o en su aburrida vida palaciega. No toca que una familia detente el poder porque sí, por tradición, cuando a los monarcas ya no los elige Dios de entre los mortales, y cuando las familias reales, a la postre, se revelan como unas familias más, con sus cuitas, sus desaguisados, sus pasiones y sus graves errores. Si aún encima juntamos a eso la pervivencia de modelos que muchas veces son de alguna forma impostados, con fórmulas de convivencia muy alejadas de lo representado públicamente, la pregunta es ¿para qué? No porque se haya podido cometer algo ilegal o reprobable éticamente, que también, sino simplemente porque no hace falta ni aporta nada.

Otra cosa, en la que también habrá que ir con pies de plomo, es la elección de una fórmula alternativa, visto el nivel general de la política de este país y la gran adscripción partidaria, que no institucional, de la mayoría de las personas en tal rol. Pero la diferencia, no lo olviden, es que si nos equivocamos en la elección de un jefe del Estado, podríamos revocar su nombramiento, o no reelegirle. Y, además, ninguno de sus vástagos sería encumbrado a tal papel si no es a través de elección, todo lo cual es suficiente para abrazar una fórmula de este tipo. Luego nos saldría, en cada momento, mejor o peor. Pero lo de ahora, en lo que incluso muchos de los antes monárquicos estarán de acuerdo, es que lo que tenemos es insostenible. Y que hace falta una regeneración, un cierto aggiornamento y un planteamiento ex novo en el alto liderazgo del país.

No se confundan, yo siempre hablo de conceptos. De ideas. Y de transición suave y sosegada, basada en consensos amplios. A mí no me importaría que el actual titular de la Jefatura del Estado siguiese en ello diez o veinte años más, como transición, si su sucesor o sucesora fuese ya elegido democráticamente, a partir de unos requisitos serios, pactados por todo el arco ideológico y basados en valores y capacidades reales, así como por una probada trayectoria de honestidad y compromiso con la sociedad. Se trata de diseñar una estrategia de futuro, no de tomar la Bastilla. De construir sólido, sobre cimientos -por supuesto- sujetos a la ley y no a la inviolabilidad.