Si el virus de la covid-19 no lo consigue (que no lo hará), los gallegos nos extinguiremos por nuestros propios medios. Baja la natalidad con prisa, pero sin pausa desde hace veinte años, mientras la industria de fabricación de ataúdes -muy próspera años atrás por tierras de Ribadavia- sigue siendo uno de los nichos de actividad más sólidos de la economía de este reino.

El último dato sugiere que el pasado año nacieron apenas 15.000 gallegos: la cifra más baja desde que el censo comenzó a caer en los años de la posguerra. Cada año nacen menos rapaces que el anterior, pero más que el siguiente. Y así desde hace ocho décadas.

Entre los poquísimos que nacen y los muchos que siguen muriendo por comprensibles razones biológicas, los gallegos empiezan a ser una especie en vías de extinción. Seremos de mucha calidad, que eso nadie lo duda: pero al igual que los productos de lujo, los naturales de este país somos más escasos a cada año que pasa. Si las circunstancias no cambian, el gallego con denominación de origen pasará a ser una rareza dentro de un par de siglos, o por ahí.

Calculaban no hace mucho las consellerías de Bienestar y Hacienda que, al ritmo actual de descalabro demográfico, Galicia habrá perdido un millón de habitantes allá para el año 2050, que es tanto como decir pasado mañana.

Quizá exagerasen un poco al echar las cuentas, pero no deja de ser verdad que este es un reino en el que no abundan las industrias capaces de proporcionar empleo a los jóvenes. La gente más instruida de Galicia ha de buscarse la vida en otros países; y esa inacabable fuga de mozos en edad de tener hijos nos va condenando a ser un lugar cada vez más anciano y achacoso. No es de extrañar que la facturación de féretros duplique a la de cunas en el mercado del mueble.

No hay una razón específica suficiente para explicar esta constante caída de la población que nos sitúa a la cabeza de España en el ranking de pérdidas del censo. Pudiera deberse a la larga emigración del último siglo y medio, que dejó al país despoblado de jóvenes en edad de procrear, según algunos economistas. Y de aquellos polvos (o a falta de ellos), vienen los actuales lodos.

Siempre queda, ciertamente, el recurso a estimular la capacidad engendradora de los galaicos mediante largos permisos de maternidad, guarderías, subsidios de natalidad, generosas libranzas por parto y otras medidas de las que suelen adoptar los países de corte nórdico.

Lo malo es que, si eso no se hizo en tiempos de bonanza, mucho es de temer que ahora resulte toda una utopía en época de crisis y recortes como la que se nos viene encima. Sin producción no hay reproducción, así que conviene resignarse a una Galicia menguante en la que la materia prima de los tanatorios siga ganando por goleada a la de los paritorios, mientras los cuatro jóvenes que van quedando toman las de Villadiego (o más propiamente, las de Alemania, Holanda, Francia y por ahí).

Cuantos menos sean los supervivientes, eso sí, a más tocarán en el reparto de empleos, casas y bienes disponibles. Es la única conclusión positiva que puede hacerse de esta progresiva desaparición de los gallegos. Un pueblo que se extingue por decisión propia y sin que medie genocidio alguno. Mira que somos raros.