Entramos en la epidemia agotando el papel higiénico y vamos a salir (provisionalmente) de ella haciendo acopio de piscinas. Los fabricantes e instaladores de estos pilones recreativos no dan de sí estos días para abastecer la demanda, tanto de las portables como de las fijas, en un extraño boom para el que no hay demasiadas explicaciones. Tampoco las había para el ansia de papel.

Hay quien las instala, al parecer, como alternativa a los baños en la playa. Pudiera ser el temor a las estrictas regulaciones en los arenales o tal vez a algún nuevo brote que vuelva a retrasar hasta pasado el verano la circulación entre provincias. Las autoridades al mando ya han dicho que eso es poco probable; pero se conoce que la gente, en general, no se fía a estas alturas de según qué pronósticos. Aunque en este caso parezcan razonables.

El piscinazo, en realidad, lo va a sufrir la economía, previsión que parece un tanto contradictoria con esta fiebre de gasto en un bien considerado hasta no hace mucho de lujo como el que ahora acapara la demanda de los españoles. Todos los organismos y gurús de las finanzas coinciden en que el PIB nacional -como el del resto del mundo- se va a sumergir a cotas brutalmente históricas; pero se conoce que, ya puestos a mojarnos, hemos decidido afrontar la crisis con un buen baño.

Los sombríos augurios de los economistas, que son gente algo ceniza, debieran estar fomentando el ahorro entre la población; aunque ya se ve que no todos les hacen caso por el momento. De perdidos, al río (o a la piscina), parecen haberse dicho los consumidores que hacen cola para conseguir esta dotación aparentemente superflua.

Podría tratarse de una secuela del síndrome de confinamiento, en opinión de algunos sociólogos. Del mismo modo que son muchos que buscan un piso más amplio o consideran la posibilidad de mudarse a una casa con jardín, el encierro habría desatado también la pasión de los españoles por las piscinas. Es una medida sin duda preventiva ante la posibilidad de que al Gobierno le dé por recluirnos otra vez bajo arresto domiciliario y no podamos aliviar el estrés con un chapuzón.

Durante la larga Guerra Fría que enfrentó a Estados Unidos con la URSS, los más aprensivos -y adinerados- recurrían a la construcción de refugios antinucleares ante el riesgo, entonces cierto, de que a alguien se le escapase un misil con cabeza atómica y hubiera que ponerse a cubierto bajo tierra. Aquellas instalaciones eran carísimas, circunstancia que redujo su disfrute (es un decir) a la gente con dinero de sobra en el banco.

Mucho más accesibles, las piscinas siguen costando, sin embargo, una buena suma; y además exigen la posesión previa de un terreno y una casa. La extraordinaria demanda, que tan felices ha hecho a los constructores, sugiere que España no va tan mal como suponíamos a la vista de las largas colas que se forman ante los comedores de Cáritas. Al parecer, queda todavía personal con liquidez suficiente en el bolsillo para encargar y llenar de agua estos estanques de recreo.

Cuando tantas casas desbordan aún del papel higiénico ávidamente adquirido hace tres meses, el nuevo y mucho menos escatológico símbolo de la epidemia pasa a ser ahora la piscina. Quién nos iba a decir que la nueva normalidad sería esto.