¿Qué tal se encuentran? Ojalá que bien. Junio ha despegado y tomado cuerpo y, poco a poco, hemos llegado a la víspera de mi santo. O por lo menos del día en que, hace ya muchos años, Luis, Luisa y José Luis, padre, tía y yo mismo, nos juntábamos en nuestra siempre especial Praza da Fariña -Plaza de Azcárraga-, y nos entregábamos con el resto de la familia al ritual del comienzo del verano. Unos pasteles, cariño y alegría, mucha luz en aquel soleado ático, y la sensación del deber cumplido, al haber terminado el curso escolar, y la perspectiva de un largo y agradable verano. Supongo que por eso, más que por la mera reseña en el santoral, esa ha sido y sigue siendo una jornada mágica para mí. 21 de junio -mañana mismo- significa felicidad, verano, ilusión, familia y, también, un poquito de nostalgia.

Porque mucho han cambiado las cosas desde entonces, claro, treinta o cuarenta años después. Cambiado y vuelto a cambiar, tres o treinta veces. Muchos de los de entonces, incluidos Luis y Luisa, ya no están. Pero siguen con nosotros en la medida en que les recordemos, como todas aquellas personas que han pasado por el indefectible trance de abandonar físicamente este mundo. Ellos siguen entre nosotros, y son parte de nuestra experiencia pasada, presente y futura, y caminan en nuestros pasos exactamente igual que nosotros lo haremos en los de quien nos recuerde desde el cariño que nos tuvo y nos tiene.

Y es que la vida es una trayectoria personal e intransferible donde son precisamente las personas las que van conformando nuestro propio devenir. Personas que nos son dadas de forma natural por lazos familiares y de cercanía, ya en la infancia. Y otras que se van incorporando a ese acervo que todos tenemos, y que tiene la capacidad de modelarnos a nosotros mismos.

Pues bien, imagínense que todo eso que nos ayuda a caminar, a sobrevivir, a aprender y a tener momentos felices, se borra de un plumazo. Imagínense la complejidad del día a día de personas que tienen que huir con lo puesto, ya, porque sus vidas corren peligro. Imagínense la travesía en el desierto, literal, escapando del hambre y la enfermedad, o de desastres naturales donde la vulnerabilidad previa siempre es un factor de fatal agravamiento. Piensen en la ausencia de cualquier red personal o familiar. Piensen en ser extranjero donde nadie te comprende o en algún lugar donde absolutamente a nadie le importas, donde a veces ni existes. Si hacemos alguno de estos ejercicios de empatía comprendemos que a las cuitas propias de la vida, que todos tenemos y que son parte íntima del ejercicio de estar vivos, a veces se le suma una pesadísima mochila prácticamente imposible de resistir. Y que esa carga no viene por fallos propios o porque el destino lo marque así de forma indeleble. No. Todos somos susceptibles de sufrir persecución, de tener un destino fatal en términos socioeconómicos o de tener que huir del rechazo, en sus múltiples y sutiles formas.

Las personas refugiadas del mundo no son diferentes a usted o a mí. En absoluto, y se lo puedo garantizar a partir de la personal experiencia de las personas que en tal situación he conocido, y que han sido unas cuantas. Son mujeres y hombres, como todos, a las que la vida les ha puesto en esa tesitura. Y piensen que, muchas veces, son afortunados por haber podido escapar del infierno político, social o bélico que amenazaba con destruirles, como a muchos de sus conciudadanos. Ser refugiado no es una broma ni plato de buen gusto, ni una forma de intentar progresar económicamente, lo cual también es lícito pero es otra cosa. Ser refugiado es una situación límite, amparada ampliamente por el Derecho Internacional, y que ha de ser observada y respetada, desde la buena praxis, por la comunidad de naciones.

Hoy es el Día Mundial de los Refugiados, una vez más. Otro 20 de junio en que, como otros, hemos querido sacar este tema a la palestra, a lo largo de los años. Y, en días de brotes racistas y en plena pandemia global, recuerden que las personas vulnerables son las que más sufren. Y, así las cosas, no duden de que las personas refugiadas son, de entre las vulnerables, de las que más. Por eso toda acción cuenta, como reza el lema de este año de Naciones Unidas para esta jornada. Todas las personas, incluidas especialmente las propias personas refugiadas, pueden hacer una contribución a la sociedad, y cada una de sus acciones es imprescindible e importante para crear un mundo más justo, inclusivo y solidario. Un mundo mejor, en términos de inclusividad y esperanza.