Acabó el estado de alarma en España. Recuperamos otra vez, en teoría, la plena libertad después de drásticas restricciones. No puede afirmarse en estas primeras horas que haya grandes diferencias. Las medidas de protección sanitaria y las limitaciones van a continuar en vigor durante meses. Los rebrotes, ya preocupantes, seguirán condicionando los contactos. Los destrozos en el tejido productivo empiezan a emerger y a revelarse como más severos de lo previsto. Nadie puede considerar esto un retorno a la normalidad. Ni a la vieja ni a otra nueva. La que concluye ha sido una semana pródiga en anuncios de planes para la reconstrucción. Si quedan reducidos a cuidados paliativos no habrá esperanza. Recuperar la prosperidad depende de convertirlos con rapidez en incentivos para la resurrección.

Ni Galicia ni España han llegado con la conclusión del estado de alarma a la meta. El fin ha sido atolondrado y contradictorio, más dictado por los contubernios de la política y las alianzas que por circunstancias científicas o médicas. Algunas comunidades han saltado de la fase 2 directamente a la última como si los pasos intermedios que tuvieron que cumplir las demás no sirvieran para algo. La autoridad competente vuelve a trasmitir la sensación de que brujulea en la improvisación permanente, en función de sus particulares urgencias. Compromete su rigor.

La superación del estatus de excepcionalidad tiene más de refuerzo psicológico que de espaldarazo práctico. El peligro está controlado, no extinguido, pero eso no destierra el miedo porque la máxima preocupación, por encima de la sanitaria, pasan a ocuparla el paro y la economía. Lo señalan las encuestas, hasta las del CIS, y lo denotan las conversaciones de terraza. Falta mucho para alcanzar alguna certidumbre sobre nuestras vidas a partir de este instante. Igual que la escayola desmadeja el brazo, la parálisis de 90 días ha dejado inerte la economía. Algunas empresas recobrarán el músculo incluso con mayor tono. Otras, lamentablemente, corren serio riesgo de convertirse en irrecuperables.

A un gobierno que gobierna le resulta imposible contentar a todo el mundo. Menos a renglón seguido de un shock tan brutal que deja al desnudo las instituciones, débiles y anquilosadas, y el modelo productivo, con la consistencia de un papel en mitad de un aguacero torrencial. El paso del tiempo desvelará el carácter decorativo o práctico de las medidas de reconstrucción. Que insatisfagan a los afectados o reciban críticas resulta en este contexto extremo hasta lógico. Son tantos los rotos y necesidades, y tan menguantes los recursos, que a cada sector su ayuda le parece nimia. Pero la partida no se juega únicamente ahí. Si la ocasión no se aprovecha para corregir tanta inmadurez administrativa, estratégica y logística públicas, para laminar los momios y la grasa arrastrados desde hace demasiado tiempo, para aligerar la burocracia, conjurar gastos superfluos y acotar la partitocracia, el esfuerzo y el sufrimiento habrán resultado estériles.

La pandemia de 1918 dio paso a un clima de recelo social, divisiones nacionales, xenofobia y autoritarismo. La del 2020 empieza a presentar síntomas parecidos. Enfrentar a la población y dividirla en bandos jamás es una alternativa provechosa. Si algo aprendimos los españoles y los gallegos durante la Transición fue precisamente eso. Resaltar lo que une a personas con distinta concepción de la sociedad en vez de empujarlas hacia los extremos posibilitó el periodo de concordia y bienestar más exitoso de España. La tradición cainita, rupturista, fabrica dolor y miseria a raudales. Basta repasar los libros de Historia.

De un golpe tan devastador nunca se sale a palos, construyendo relatos de buenos y malos, regando con dádivas e ideología la lealtad de rebaño o fumigando el espíritu crítico y al discrepante. Aplíquense el cuento con humildad los políticos y sus consejeros áulicos. También los ciudadanos. Además de garantizar derechos, la democracia tiene igualmente valor por los rendimientos que genera en la toma de decisiones rápidas y eficaces pensando en el interés general, no de parte. Entre los aciertos de estos tres meses está la reunión semanal telemática del presidente del Gobierno con los autonómicos. Para compartir y decidir, para conocerse y comprenderse, pero también para corresponsabilizarse de un proyecto común.

Recorrer el camino que hoy empieza exige actuar con coherencia, generar confianza y transmitir credibilidad. La coherencia se demuestra haciendo lo que se dice y no cacareando por demagogia lo que luego en realidad nunca se desea hacer. La confianza se gana sin aversión a asumir los errores, única manera de determinar las cosas que jamás pueden repetirse. La credibilidad se recupera manteniendo un discurso sólido y coherente, no de conveniencia, que un día lamina a la industria y a los empresarios y al siguiente les ruega que inviertan, o menosprecia el turismo para después urgir a los nacionales y los extranjeros que se muevan. Pónganse sus señorías a la faena. Un segundo confinamiento España y Galicia no lo podrán resistir.