Unos lo adoran y otros lo aborrecen, por razones generalmente políticas. Pero Fernando Simón, científico de extraordinario currículum y variables consejos, no es un político, sino una criatura alumbrada por la tele: esa máquina de fabricación de la realidad. Pierden, pues, el tiempo quienes discuten sañudamente sobre las cualidades y/o defectos de quien ha prestado su imagen a la autoridad sanitaria competente durante estos meses de epidemia (y los que queden).

De imagen se trata, precisamente, cuando hablamos de la televisión. No importa el mensaje sino el medio en el que se emite, como descubrió hace ya muchas lunas el canadiense Marshall McLuhan. O, dicho de otra manera: no importa qué o quién salga en la pantalla de plasma, sino la pantalla en sí misma, con sus hipnóticos poderes.

La televisión, nuestra abuela electrónica, ha sido capaz de inventar, a partir de la nada, fenómenos tan perturbadores como el de Belén Esteban o el de Rodolfo Chikilicuatre, entre otros miles de personajes de ficción solo en apariencia reales.

A Esteban la convirtió incluso en escritora; y no de poco fuste. Durante algunas semanas, su ensayo "Ambiciones y reflexiones" dominó todas las listas de ventas de libros en España. Solo un medio dotado de facultades mágicas puede obrar milagros de tal calibre.

Al igual que sucede con las criaturas del Señor, los personajes alumbrados por la pantalla son un simple acto de voluntad de Quien los modela; y con eso basta. No se les exigen particulares talentos de orden intelectual, artístico o simplemente canoro; aunque nada cambiaría si también los tuvieran. Salen en la tele porque son famosos; y son famosos porque previamente han salido en pantalla.

Nada tienen que ver, lógicamente, las criaturas televisivas antes citadas con un científico de la talla del doctor Simón; pero eso no impide que también él haya sido centrifugado por la magia de la tele. Más que lo que dice alguien que sale a diario en todos los canales, importa en realidad su telegenia, que en este caso es mucha.

Probablemente fue su tono pausado y amable, junto a una informal vestimenta, lo que le granjeó el favor de una mayoría del público al director de un organismo de nombre tan poco tranquilizador como el Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias. Las cámaras le quieren, como suele decirse en la jerga del gremio; y ese es, en realidad, el factor determinante en el medio.

Simón, hombre de apariencia tranquila en tiempos de angustia, es un ejemplo más de la asombrosa capacidad de la tele para dotar de carisma -o quitárselo- a quienes se someten al difícil escrutinio de las cámaras.

"Doctores tiene la Iglesia que nos sabrán responder", decía el catecismo del Padre Astete cuando una cuestión de fe no estaba al alcance de los profanos y, en consecuencia, era preciso remitirla a los expertos. La televisión ha asumido ahora ese carácter dogmático de los viejos catecismos. Resulta natural, por tanto, que también la tele tenga doctores para aclarar los problemas que pudieran requerir el auxilio de los científicos, moderna versión de los teólogos.

Quizá debieran tener eso en cuenta los partidarios y detractores del popular doctor Simón, enzarzados en un inútil debate sobre sus cualidades. Esto no va de política, sino de televisión. Y es absurdo discutir sobre la magia.