La epidemia del coronavirus ha sacado a la luz algunos grandes fallos del sistema de producción capitalista, y uno de ellos es el de la carne destinada al consumo humano. La cuestión es si aprenderemos alguna vez que las cosas no pueden seguir indefinidamente como hasta ahora.

De nuevo se ha producido un brote del Covid-19 en un gran matadero de Alemania, país no solo gran consumidor, sino también gran exportador de carne de producción llamémosla "industrial" porque las granjas donde se crían esos animales son auténticas fábricas.

El presidente de Renania del Norte-Westfalia, Armin Laschet, uno de los aspirantes a suceder a Angela Merkel al frente del Gobierno de Berlín, se apresuró a responsabilizar de lo ocurrido a los trabajadores rumanos y búlgaros de una subcontrata del matadero.

Es siempre fácil encontrar fuera un chivo expiatorio, sobre todo si es de fuera, para tapar las propias vergüenzas como son no solo las condiciones en que viven los animales hasta acabar en el matadero, sino también las que tienen que soportar los propios trabajadores inmigrantes.

No es solo que no puedan mantener estos las distancias de seguridad, sino que se ven obligados a vivir amontonados mientras dura su contrato porque se les pagan salarios claramente insuficientes por sus durísimas jornadas de trabajo.

Esa doble explotación tiene mucho que ver con el hecho de que los consumidores, aunque se pronuncian siempre, cuando se les pregunta, por mejores condiciones para los animales y quienes trabajan en los mataderos, no parecen, sin embargo, dispuestos a pagar medio euro más por la carne que se llevan a la mesa.

Cerca de la mitad de los participantes en una reciente encuesta a nivel nacional dijeron que el precio, y no la calidad del producto, es el criterio por el que se guían a la hora de comprar en el supermercado.

La proporción de carne de producción ecológica consumida en Alemania es de poco más de un 5 por ciento, la mitad que en otros países como los escandinavos o Suiza.

Los Verdes, el partido ecologista que más se ha preocupado siempre del bienestar alemán, además de criticar el tamaño de las explotaciones, proponen un precio mínimo para la carne, algo a lo que se niegan, sin embargo, las empresas del sector.

El ministro de Trabajo, el socialdemócrata Hubertus Heil, ha anunciado su intención de acabar con las subcontratas a las que recurren los mataderos para ahorrarse costes, además de controlar mejor los alojamientos destinados a los inmigrantes, cuyo alquiler, por cierto, se les descuenta del sueldo que éstos perciben.

Tönnies, la empresa familiar donde se registró el último brote del coronavirus, es, con un 30 por ciento del mercado, la mayor del país -en ella se sacrifican diariamente 30.000 cerdos-, y la mitad aproximadamente de lo que produce se destina a la exportación.

En algunos países de la Europa del Este, los gobiernos han comenzado a tomar nota, y así, por ejemplo, en la República Checa se quiere tener que depender cada vez menos de las importaciones cárnicas y dedicarse en su lugar a la producción propia.

En varios de esos países, sobre todo en Polonia también se han dado graves escándalos relacionados con la producción industrial de carne, lo que explica el interés creciente de los consumidores -todo es cuestión de prioridades y también de monedero- por el etiquetado ecológico. Como dijo el filósofo alemán Ludwig Feuerbach, "el hombre es lo que come".