Leo en el periódico, mientras escribo estas líneas, sobre el derribo de una de las casas más singulares en la entrada a la ciudad... en principio para construir otra. Miren, no tengo más información, pero supongo que el motivo del descarte total de dicha edificación no será el mismo que el del vecino Materno, afectado de degradación en sus viguetas y forjados, que implican que a la larga el edificio haya de ser demolido. En este otro caso todo apunta a que, más bien, no va por ahí la cosa. Cabe suponer que aquí, y que me perdonen los propietarios y promotores de la finca si me confundo, pesa más la estética, el gusto, el capricho. Y, si estoy errado, por favor, quedo a su disposición para que me enmienden la plana y, encantado, procederé a disculparme públicamente por este mismo medio. Nobleza obliga.

El derribo de tal casa me sirve como detonante e inicio para meternos, ya directamente, en harina del tema que hoy les propongo. Y este no es otro que la incapacidad manifiesta del ser humano del siglo XXI para aprender de sus propios errores. Seguimos depredando. Porque miren, al tiempo que alguien tira una impecable casa porque ya no le mola la que disfruta o quiere colocar en el mercado, el grado de destrucción de los limitados recursos naturales tiende a infinito. Y si la primera ola de la pandemia de Covid-19 nos hizo levantar el pie del acelerador y notar como la atmósfera se limpiaba y la naturaleza nos lo agradecía, estamos de nuevo en la tesitura de no importarnos esto absolutamente nada.

Miren, es legítimo que alguien quiera cambiar de casa. Pero, por Dios, si ya posee una nueva, espectacular y servible, que busque una nueva finca chula, a la medida de sus posibilidades, y ejecute ahí el nuevo proyecto. Pero tirar una edificación en perfecto estado de revista, catalogada como de "gran lujo" y firmada por un arquitecto que, con sus fans y sus detractores, ha marcado tendencia en este país, me parece una verdadera burrada. Un desperdicio. Más de la depredación que nos caracteriza como especie.

Yo vivo en una casa y, por mi naturaleza inquieta, quizá me gustaría cambiarme a otra en algún momento. Pero eso no significa tirar la que tengo ahora, que puedo vender, alquilar o ceder a terceros, recirculando recursos. Hemos de cambiar la visión individual de la economía para, manteniendo la de cada cual, ser capaces de vislumbrar algo de lo que tiene que ver con el bien común, la lógica de todos. Y es que la huella ecológica de haber tirado un edificio nuevo para construir otro es brutal, y nada justificada. Es normal que haya que demoler un edificio que, por lo que sea, presente graves problemas constructivos que afecten a su seguridad. Pero destruir algo que ha llevado tiempo y dinero construir solo contribuye a un brutal aumento de entropía y a un dispendio energético también muy importante. Un absurdo.

No, no hemos aprendido de esta crisis sanitaria y económica. Las autoridades nos plantean consumir y consumir como revulsivo de la situación creada. Y muchas de las firmas privadas nos aleccionan a que, después del parón, nos desquitemos y consumamos lo pendiente. El mundo es así guiado desde mentes cortoplacistas que buscan maximización de sus beneficios al precio que sea, con la excusa del mantenimiento del empleo. Y la propia economía productiva, y no la economía equilibradora, es el motor con el que todo lo medimos. ¿Cómo no va a haber bajado el PIB, con lo que hemos sufrido, y con un cierre total de la actividad productiva? El mantra de que tal indicador es el único válido para caracterizar la realidad es falso, y la clave va más por el mantenimiento de la capacidad productiva que por la producción en sí, y ahí entran la iniciativa, el talento, el saber cómo y el I+D+i. Yo soy de los que prefieren, claramente, que se hunda temporalmente el PIB, en un contexto en el que todos los países están exactamente igual, que no que haya 400.000 o 500.000 muertos en nuestro país. Y, no se engañen, muchos de los gurús que pontifican sobre lo mal que nos va por la cuestión económica hubieran supeditado aspectos sanitarios a la evolución de tales indicadores macroeconómicos. Solamente así se entienden ciertas decisiones de siempre de instituciones que nacieron para evitar la pobreza, pero cuyas decisiones implicaron e implican muerte y más muerte, por ejemplo, en países HIPC ( high indebted poor countries, países pobres -o empobrecidos- fuertemente endeudados). Muchas de las peores crisis internacionales tienen causas muy concretas ligadas a dudosas políticas que han hecho mella en depauperados sistemas económicos y sociales.

El consumo no es la salida natural de la crisis. La racionalidad, en cambio, sí. Se puede vivir bien y, sin embargo, tener unos límites. Una lógica abocada al progreso global y al bien común. Yo no me he comprado ropa ni durante el confinamiento ni, probablemente, en el próximo año. O en dos. Y aunque es lógico que el propietario de la tienda de ropa haga todo lo posible para que lo hagamos usted y yo, quizá no toca. Y si ese propietario gana menos, pues no pasa nada. O, quizá, hasta incluso es normal. Ya vendrán épocas mejores, si es que vienen. Y si no vienen, el mercado -qué paradójico- ya regulará. A lo mejor es absurdo un modelo donde comprar y tirar quiera ser asociado al culmen de la felicidad.

Entiéndanme, no se trata de entrar en radicalidad. Pero ni de uno ni de otro lado. Y, así, la legítima libertad individual tiene que casar, de alguna forma, en un marco colectivo de sostenibilidad. Y tirar porque sí no parece estar muy en tal línea, ¿no?