La terrible pandemia que nos ha azotado sin piedad ha segado a su paso las vidas de miles de personas. A unas se las ha llevado un virus de repente y sin previo aviso. A otras, como en el caso de mi tío Chato, simplemente les ha ayudado a acrecentar las secuelas de una larga enfermedad y a morir de pena un poco más en vida.

La mayor parte de las familias del mundo cuentan en su haber con algún caído, sea de la dolencia que sea, durante este periodo de depresión profunda. La vida nos ha recordado con virulencia que estamos aquí de paso y, sobre todo, que todos somos exactamente iguales frente a esa aparentemente enemiga llamada muerte.

Gente corriente, desnuda de pertenecías, con sus talentos mermados y sus ánimos quebrados. Personas a las que el fallecimiento invade para salvarlas de un dolor inmenso o, simplemente, porque las quiere a su lado; pero sea como sea, la muerte es algo que no debemos temer, porque mientras somos ella no es y, cuando ella es, nosotros ya no somos.

El hermano mayor de mi madre tenía el rostro surcado por los mordiscos del tiempo y de una enfermedad que se acrecentó con la llegada de una pandemia que le robó la esperanza y la poca ilusión que le quedaba. Andaba encorvado, pero sin mirar atrás. Algunas veces no podía sostenerse en pie, pero la perseverancia de la que había hecho gala durante toda su vida para salvar empresas en quiebra, le invitaba a continuar.

Él, mejor que nadie, sabía que en la suma de la tenacidad y el buen hacer se escondía la clave del éxito profesional que había alcanzado. No había más. Por eso siempre iba hacia delante y, por lo mismo, había aprendido a acallar sus sentimientos en favor de escuchar los de los demás. Con una mente analítica y un alma invadida de melancolía diluida en éxitos, en sus entretelas guardaba algunos secretos que, a falta de no practicar el arte de hablar de lo pequeño, apenas sabía explicar.

Hoy Chato vuela ya muy alto. Abrazado por Amelia, ya se atreve a confesar y a ser quien siempre quiso ser. Atrás quedaron las poses aprendidas para tapar una fragilidad acostumbrada a esconderse tras las mesas de los muchos despachos que ocupó, y unos meniscos rotos con los que vivió toda su vida y que le enseñaron a contener la frustración por no poder conseguir todo lo que anhelaba.

Este escrito va por todos los héroes arrasados por cualquier enfermedad durante esta cruel guerra y, también, por todos los que se sienten abandonados por su marcha. La enfermedad se ha llevado demasiadas vidas en este terrible periodo de la historia, pero sobre todo, nos ha robado a demasiadas personas que, con sus vivencias personales contribuían a componer de algún extraño modo nuestra propia esencia.

Cada ser que se ha marchado llevaba en su interior una persona que quería decir más de lo que dijo, que deseaba acariciar más de lo que lo hizo, y a la que le hubiera gustado confesar unos sentimientos que yacían soterrados por culpa de una vergüenza mal entendida o por simple falta de un tiempo del que de ahora en adelante disfrutarán sin reloj.