La simple intuición determina que mientras haya un pub en pie, Inglaterra no dejará de existir. Boris Johnson ha pedido, no obstante, sensatez a los británicos ante la esperada reapertura de los bares. La fecha histórica recibió un nombre, supersábado, que de por sí resultaba escasamente tranquilizador para poder conciliar el estado de ánimo de una tropa sedienta con la seguridad en la Merry England. Johnson está preocupado porque su decreto anterior consistente en el caos del rebaño inmune se saldó con una disparatada cifra de contagios que ha puesto al Reino Unido, al igual que a España, en la cima en cuanto a transmisión de la enfermedad e inoperancia de gobierno. Esta vez, las autoridades confiaban en que los cielos nublados disuadirían a la mayoría, pero no fue el tiempo dubitativo el que hizo a los británicos renunciar a su devoción por jarrear socialmente después del "arresto domiciliario" de la pandemia. Hay un mundo de obsesiones encerrado en un anhelo de esta naturaleza que se traduce aproximadamente en quince millones de pintas de cerveza al día.

Si nos exceptuamos nosotros y los irlandeses, que practican las mismas costumbres, no existe mayor compenetración que la británica con sus bares, escenarios de grandes cogorzas. Algunas de ellas ilustradas como las del crítico teatral Jeffrey Bernard. Bernard, habitual de la barra del Coach and Horses, en el Soho, donde a veces dormitaba, tenía en el Spectator una columna muy seguida, que cuando el autor no estaba disponible y eso ocurría con mayor frecuencia de la deseada, dejaban el hueco en blanco bajo el enunciado Jeffrey is unwell ( Jeffrey está indispuesto). La frase recurrente tuvo tanta repercusión que inspiró una comedia de gran éxito en el West End. Bernard combatía las resacas con toda la munición a su alcance, empezando por el principio homeopático de que lo parecido cura lo semejante. Es decir, un brandy a palo seco por las mañanas o un Bloody Mary para ahuyentar al diablo.