Estábamos a mediados los años 60 del pasado siglo. Don Crescencio, maestro a la antigua, decidió -o recibió la orden- de llevar al cine Colón a todos sus alumnos de su escuela unitaria. La cita era una proyección matinal extraordinaria de Franco, ese hombre. Antes del acontecimiento, don Crescencio ofreció a sus pupilos una solemne charla sobre lo que iban a ver. Ese tipo de advertencias aún no se llamaba "contexto explicativo". El docente se centró, más que en el contenido de la película, en el comportamiento que se debía mantener durante la proyección: silencio, reflexión y, sobre todo, respeto, mucho respeto hacia la figura del protagonista.

La marabunta de chiquillería sin desbravar atiborraba el señorial cine Colón. Nada más apagarse las luces, la masa enfervorecida empezó a gritar desaforadamente: "¡Franco, Franco, Franco!". Con tal entusiasmo lo hacía que nunca se supo si fue por exaltación del jefe del Estado o por mofa. Los acomodadores corrían despavoridos de un lado a otro, deslumbrando con sus linternas, en un intento de apagar aquel desmedido enardecimiento. Pero cuando sofocaban y silenciaban una zona, otra tomaba el relevo de forma aún más desproporcionada. El acto de exaltación se convirtió en un acto revolucionario. Y fue penado severamente al volver al aula, aún con los ánimos humeantes.

En la sociedad actual, parecemos necesitar un don Crescencio que nos dé el "contexto explicativo", nos oriente sobre cómo tenemos que entender una película, nos recrimine el comportamiento y nos advierta de lo que tenemos que entender en su proyección. Ha ocurrido tras la retirada de la plataforma HBO del clásico Lo que el viento se llevó y la posterior recuperación de la cinta, precedida ahora, eso sí, de dos documentales admonitorios.

Lo que el viento se llevó no es Franco ese hombre. Ni el pudiente e informado público de HBO en 2020 es la chiquillería indocumentada y salvaje de mediados de los sesenta, al que ni siquiera había llegado la televisión. Aunque con frecuencia lo recuerde.

En el primer documental preventivo realizado por TCM para HBO, la profesora de cine y activista por la igualdad racial Jacqueline Stewart explica por qué se debe ver el clásico de Víctor Fleming "con la información pertinente de su contexto". En el segundo, un panel de estudiosos del cine y la historia debate sobre "el valor que tiene que sea visto el film por otras generaciones a la luz de otras narrativas". Como sigamos así, se cumplirá con exactitud milimétrica la predicción de Orwell en 1984: "Diariamente, y casi minuto a minuto, el pasado era puesto al día".

Quienes somos producto de cineclub y nos gusta ver las películas como en el mítico programa televisivo La clave, con debate previo o posterior, agradecemos toda la información que se nos dé sobre lo que vamos a ver. En los 70, en los cines de arte y ensayo los espectadores recibían a la entrada una hoja volandera con todo tipo de explicaciones. Pero nunca se trataba de una advertencia sobre lo que se iba a ver, ya fuera sobre la muy comunista El acorazado Potemkin, la muy nazi La fuerza de la voluntad, la muy racista El nacimiento de una nación o la muy erótica El último tango en París. Todas ellas, por cierto, obras indispensables en la historia del cine, que hoy serían etiquetadas con una calificación moral propia de un colegio de ursulinas.

Dios me libre de cuestionar la libertad de sentirse ofendidos. Todos tenemos derecho a ofendernos, faltaría más. Todos somos ofendiditos cuando nos tocan lo que cada uno consideramos sagrado. Es verdad que unas generaciones tienen la piel más fina que otras, lo que dificulta el acuerdo. La que nació tras las guerras mundiales, o en nuestra dictadura, tenía piel de elefante y la actual tiene piel del grosor del papel de fumar. Probablemente, porque la primera sobreprotegió y, por tanto, malcrió a la segunda. Es humano que el padre quiera lo mejor para su hijo. Pero lo mejor no suele ser encerrarlo en una burbuja: no comas esto, no veas esto, no leas esto. Es poner puertas al mar.

Y lo que se aplica al progenitor es igualmente aplicable al Estado -papá Estado- con sus súbditos. Siempre nos quedará la duda de si nos quieren proteger o, en realidad, lo que persiguen es domesticarnos, como el buen maestro don Crescencio intentó domesticar a toda una generación.