El pulpo, las playas, las meigas, la Santa Compaña, el Camino de Santiago y la costumbre de votar al PP son los rasgos que -vistos desde fuera- identifican a Galicia en el imaginario popular. Aún se podrían añadir los contrabandistas, que últimamente trabajan con discreción y ya no salen tanto en los papeles como en la década de los noventa. Pero ahí continúan, como si formasen parte del paisaje.

"Extraño país es Galicia", escribió en sus memorias de viaje por España el vendedor de biblias George Borrow, rápidamente rebautizado como Don Jorgito el Inglés. Su asombro obedecía a los imposibles caminos montañosos del país, al indescifrable carácter de los paisanos y a la circunstancia de que los confines de aquel reino estuviesen guardados, allá a mediados del XIX, por una variopinta tropa de forajidos prófugos de la Justicia.

De entonces a hoy, Galicia ha cambiado un mundo y hasta es accesible por anchas autovías; pero no por eso deja de seguir siendo un sitio peculiar. La gente dice una cosa cuando en realidad está afirmando la contraria -que en eso consiste el arte de la ironía-; y, por lo general, tiende a ser escéptica en materias tan sensibles como la política y la religión. No hay espacio para pelearse en un lugar donde rige la máxima de que Dios es bueno, pero no por ello el demonio ha de ser necesariamente malo.

Los gallegos gozan o padecen una merecida fama de templagaitas, lo que no deja de resultar lógico dados los hábitos musicales de la población. Prefieren siempre un mal arreglo a un buen pleito y son más partidarios de la lírica de Rosalía que de la improbable épica de Pondal.

No extrañará, por tanto, que en estas últimas elecciones hayan optado por prescindir de los extremos para centrarse -nunca mejor dicho- en las marcas políticas de toda la vida. La izquierda extremada de Podemos fue barrida sin más del Parlamento, en el que también intentó entrar, sin el menor éxito, la ultraderecha de Vox. Conservadores en el más amplio sentido de la palabra, los electores han optado por desdeñar -tras probarla durante un ratito- la llamada "nueva política" que tanta fuerza conserva aún en el Congreso de los Diputados.

Lo hicieron, además, desafiando al virus de la corona con un inesperado incremento de cinco puntos en la asistencia a las urnas, que habitualmente no suele ser mucha. ¿Quién dijo miedo, habiendo hospitales?

Votaron, como siempre -o tal vez más que nunca- al equipo entrenado por Alberto Núñez Feijoo, que juega sin extremos y por ese indefinido centro del campo tan del gusto de los gallegos. Su segunda opción fue el Bloque Nacionalista, que también se ha arrimado esta vez al centro del campo, por la parte de la izquierda, lo que acaso le haya facilitado la recolección de los votos fugados a partidos menos acordes con la tranquilidad que exige el país a sus políticos.

El resultado es la vuelta a un manejable Parlamento de solo tres contendientes que viene a ser más o menos el mismo de la era anterior a la irrupción de la nueva política con su característico barullo, tan poco agradable al oído de los gallegos de lluvia y calma. La Galicia que tanto asombró a Don Jorgito vuelve a jugar, en fin, sin extremos y con entrenadores que no dan gritos desde la banda. El centrocampismo puede ser aburrido, pero es que el público no está para más sobresaltos.