Aboga uno de los vicepresidentes del Gobierno por dar carta de normalidad al insulto en la vida pública, de tal modo que los políticos, los periodistas, los presentadores de la tele y otras gentes de dudosa conducta puedan ponerse a parir a gusto. En realidad, ya lo vienen haciendo, pero no deja de resultar coherente que Pablo Iglesias quiera oficializar la costumbre y llevar a la moqueta el lenguaje de la calle.

Habrá a quien no le parezca muy razonable que se promocionen la injuria y las malas maneras desde el Consejo de Ministros, pero tampoco vamos a andarnos con tiquismiquis a estas alturas. Iglesias lidera, al fin y al cabo, un partido de la nueva política que, como es sabido, coincide con la vieja en las redes sociales.

Tanto da si de ultraizquierda o de ultraderecha, los neopolíticos que vinieron a librarnos del pérfido bipartidismo tienen su ecosistema natural en Twitter, Facebook, Instagram y demás negocios ultramarinos dedicados a la socialización. Podemos reinó en esas redes desde su irrupción hace unos años; y ahora le ha tomado el relevo Vox, que también está contra el régimen del 78 por distintas si bien parecidas razones.

Solo aquellos felices ciudadanos que no las frecuenten ignorarán a estas alturas que las mentadas redes son, a menudo, el equivalente de la barra de un bar en horas de madrugada. En la pajarera de Twitter, por ejemplo, vuelan los insultos con la naturalidad de un gorjeo. Lo mismo los expele el emperador del mundo, Donald Trump, que el último de los concejales de cualquiera de esos partidos que han venido a cambiarlo todo para que todo siga igual.

Lo único que podría objetarse a esta tendencia es la calidad, generalmente baja, de las injurias que por ahí se leen y escuchan. El insulto que un alto representante del Gobierno quiere normalizar no revela otra cosa que la falta de argumentos; pero ya puestos a agraviar, hay que hacerlo con ingenio.

Así lo aconsejó en su momento Schopenhauer en un tratado sobre El arte de insultar, que a su juicio era exactamente lo contrario del arte de tener razón. Sostenía el melancólico pensador alemán que el insulto nace cuando alguien se queda sin razones que esgrimir, dado que "una grosería supera siempre a cualquier argumento".

Sorprende, si acaso, la más bien escasa agudeza de los insultos que se cruzan los hombres (y mujeres) públicos en las redes. Mayormente en una España donde sentaron cátedra en el arte de la injuria ingenios de la talla de Quevedo o de Góngora. "Érase un hombre a una nariz pegado; érase una nariz superlativa", atacaba el primero en un famoso soneto, al que Góngora respondía con alusiones a la cojera de su adversario: "Anacreonte español, no hay quien os tope, ya que vuestros pies son de elegía".

Incluso entre políticos, el nivel del insulto ha bajado muchísimo. Recuérdese, por ejemplo, la respuesta de José María Gil Robles a otro diputado que le acusaba de ser tan antiguo como para usar calzoncillos de pierna entera. "¡Qué indiscreta es la mujer de su Señoría!", replicó el aludido en lo que hoy llamaríamos un zasca en toda regla.

No se puede pedir tanta sutileza, como es lógico, a los actuales padres de la Patria que vivaquean en la pajarera de Twitter. Ahora bien, si vamos a normalizar el insulto, hagámoslo al menos con algo de viveza e ironía. Basta con que los injuriadores le echen un ojo al arte de insultar de Schopenhauer o a los sonetos de Quevedo. Aunque haya que aclararles que ninguno de los dos juega en el Real Madrid ni en el Barça.