El tiempo sigue su camino, queridos y queridas todos, y va dibujando nuestro propio recorrido vital. Va tallando los peldaños de nuestras propias superaciones, y articulando las diferentes etapas que nos vamos encontrando en la siempre apasionante y a veces dura experiencia que es vivir. A la chita callando, ya pasó el 18 de julio. Un día que evoca acontecimientos históricos tristes, porque por muy mal que se perciban las cosas una respuesta por las bravas, dura y destructiva nunca ayuda a nada. Y si desemboca en una dictadura de cuarenta años, aún mucho peor. Y es que la democracia, por muy imperfecta que sea, siempre se apoya en el beatífico hecho de que se apoya en el deseo de los más, y no de los más fuertes, los que tienen menos escrúpulos o los que ejercen una posición dominante. La democracia, bien entendida, bebe de todas las fuentes para, finalmente, decantarse por construir aquello que ha seducido a un mayor número de ciudadanos. Y eso no ha sido nunca superado por ninguna otra forma de gobierno.

20 de julio, pues, y algunas de las cosas a nuestro alrededor evolucionando. Otras sumidas en el sueño de los justos. O de los injustos, pero igual, sin mayor recorrido. Ya saben, la vida misma. Una vida en la que nos acontecen diferentes situaciones, de las que salimos mejor o peor. Y ante las que respondemos con un complejo manual de instrucciones, entrando en el mismo lo cultural, lo consuetudinario, lo jurídico y hasta lo cabal. Respuestas a situaciones concretas, que a veces ayudan y otras no.

Aunque quizá este sea el país, por lo menos de los que yo conozco, que más reacciona ante la posible casuística de lo que pueda ocurrir, sin que muchas de tales normas se lleguen jamás a aplicar. O que, cuando se hace, no se es coherente con todo lo que se ha dicho. Se ve en mucho de lo que está ocurriendo ahora en el ámbito de la infección por coronavirus. Se plantean mil y una respuestas, de obligado cumplimiento... para que al final seamos cuatro los que las llevamos a rajatabla. Estos días he visto personas en ambientes densos de personas con mascarillas en el codo, a modo de babero, en la frente y, con mucha mayor frecuencia aún, en la mano. Personas que no me protegen mientras que otros cuidamos hasta la extenuación nuestros esfuerzos para que la pandemia no vaya a más, en carne propia o ajena. Al final, como pasa con el tráfico y sus normas, se impone la obligación porque se ve que hay muchos que no entienden de recomendaciones, de buenas prácticas o de sentido común. Y ahora, igual que pasa con los radares y los excesos de velocidad, la vía punitiva se antoja como la única posible en un país donde, si no se hace así, una buena parte de la población hace lo que le da la gana disfrazándolo con toda una gama de excusas que van desde el negacionismo (¡de la Covid-19!) hasta el siempre clásico de que "¡Los políticos nos roban!", que a algunos funciona cuando se ven contra las cuerdas y no tienen mucho más que alegar... En fin...

Uno de los episodios que detecto estos días en relación a la hiperreglamentación, el patrio "hago lo que quiero porque lo valgo" y todas estas cuestiones de las que les hablo tiene que ver con lo que pasa estos días en una frecuentadísima playa del Golfo Ártabro. Un arenal de esos que se ponen de bote en bote, y en la que muy buena parte de sus múltiples visitantes han de lidiar con la cuestión del aparcamiento antes de entregarse al astro rey sobre la arena. En dicha playa se ha procedido estos días a reordenar el aparcamiento, suprimiendo una buena parte de las plazas, organizando otros espacios para dejar los vehículos y... pintando una hermosísima línea amarilla que indica que no se puede aparcar en una zona donde ya era evidente esto, por peligroso e inconveniente.

Pues bien, ¿saben cuál es el resultado de semejante hazaña? Pues que, pintada la raya, los más prudentes, cautos y razonables no aparcan allí. Bien. Pero hete aquí que otros, seguramente aquellos a los que menos les importa el bien común y la necesidad de dotarnos de ciertas cautelas, hacen lo que les da la gana. No solamente aparcan, sino que lo hacen dejando tal brillante raya amarilla entre las ruedas de sus enormes vehículos, que a veces invaden una parte de la calzada. Y como este es el país de la hiperreglamentación, pero con escasas consecuencias, yo creo que ni les están multando ni siquiera pidiéndoles que retiren de allí sus vehículos. Nada. Porque si fuese así no repetirían siempre los mismos infractores. Todo ha derivado, entonces, en una selección natural donde ganan los que van por libre, sin importarles los demás, en detrimento de los buenos conductores.

Yo no estoy de acuerdo con dicha política, de pintar mil y una líneas y colocar más señales que en cualquier parte, o promulgar normas por doquier, si luego no se van a tener en cuenta. ¡Ay, si los que aparcan en línea amarilla estuviesen en Estados Unidos o en Alemania! Y es que allí hay menos líneas amarillas pero, cuando las hay, nadie les tose. Y es que son los propios ciudadanos, especialmente en el primer caso, los que te van a mirar mal y hasta a denunciar, con toda la razón. No vale la laxitud. Si no hay que pintar la línea, que no se pinte. Y, si se pinta, que sea para todos. Y es que los demás no somos meros floreros aquí, y cumplimos encantados, pero esperando que todo el mundo, igualmente, se comporte...