Puntuales como las golondrinas, las maquinitas tragaperras han vuelto a llenar de lucerío y tintineo los bares, aun a pesar de los riesgos para la higiene que pueda tener el toqueteo de sus botones por la clientela en tiempos de epidemia. El coronavirus las había apagado, como a tantos otros negocios; y probablemente se perdió la ocasión de desenchufarlas para siempre, ahora que el juego depende (en parte) de un líder comunista.

Sabido es que el presidente Pedro Sánchez tuvo la humorada de poner a Alberto Garzón a regular el juego, que es vicio típicamente capitalista generalmente controlado por la Mafia y/o el Estado.

Así ocurría en Cuba, donde la primera imagen de la revolución triunfante la ofrecieron los habaneros que, poco antes de la entrada de Fidel Castro en la capital cubana, se dedicaron a destrozar en las calles las tragaperras de los casinos.

Nada más lógico, si se tiene en cuenta que los beneficios de las maquinitas se los repartían a medias los mafiosos estadounidenses y el anterior dictador Fulgencio Batista. Todo eso lo recogió muy bien el cineasta Francis Ford Coppola en una famosa secuencia de la trilogía de El Padrino.

El comunismo nunca se ha llevado bien con los juegos de azar y, en general, con los placeres de la vida. Los líderes soviéticos, por ejemplo, no sabían nada sobre el póquer; y así fue como Ronald Reagan hizo saltar la banca de la URSS sin más que tirarse un farol haciéndoles creer que disponía de armas propias de la guerra de las galaxias.

Garzón, que es comunista y ministro de Consumo -lo que en sí mismo resulta una paradoja- tiene también entre sus competencias las de la ordenación del juego. Lamentablemente, el dominio de las tragaperras o slots lo ejercen en España los reinos autónomos, detalle que veda al líder de Izquierda Unida la posibilidad de poner orden en ese ramo del juego, al modo de Fidel. Aquí no podrá repetirse aquello de "se acabó la diversión: llegó el comandante y mandó a parar" que cantaba Carlos Puebla.

No deja de ser una lástima. Al ministro se le hubiera presentado una oportunidad excepcional con las maquinitas de los bares, cerradas durante meses por el virus de la corona (que algo bueno habría de traer en medio de tanto mal).

Acabar con esa dañina adicción que carece de beneficio alguno para los jugadores sería fácil, útil y no costaría un euro. Más aún que eso, Garzón podría ampararse en el hecho de que tal vicio es más bien la excepción que la norma dentro de los hábitos europeos. Ni en Francia, ni en Portugal, por citar solo a nuestros vecinos, se da esta costumbre de jugarse los cuartos en la maquinita del bar.

Para su desgracia -y la de todos-, el de Garzón es un ministerio de circunstancias inventado por necesidades de reparto del poder que apenas tiene función real alguna en un Estado semifederal como el de España. Si acaso, podría intervenir contra las tragaperras online, más numerosas ahora que las de los bares; pero ya se sabe que internet es un campo al que resulta difícil ponerle puertas.

Para una vez que nos cae un ministro que, por convicción ideológica, debiera ser enemigo del azar, resulta que el ministerio encargado del juego no da juego apenas en la práctica. Igual es que en los gobiernos de coalición los poderes se sortean por rifa.