Más de 20.000 bares echaron el cierre en España durante la anterior crisis financiera de 2008; pero lo de ahora podría ser peor. El virus que nos hizo prisioneros durante meses y luego nos obligó a embozarnos hasta en la playa, amenaza -entre otras desdichas- con hundir al honrado gremio de la tabernería que es, aún, uno de los que identifican sociológicamente a este país.

No debiera ser así. Lo lógico en tiempos de infortunio como los actuales sería que el personal agobiado por la Covid-19 y la penuria económica encontrase un refugio natural en las barras. Es bien conocida la costumbre de beber para ahogar las penas, aunque por desgracia estas sepan nadar y sigan a flote con la resaca del día siguiente.

Se quejan, en todo caso, los hosteleros de que las restricciones impuestas por el tiránico virus estén disuadiendo a parte de su clientela. Y eso aun en la hipótesis de que el bicho no multiplique sus rebrotes hasta espantar a la fiel parroquia que resiste con valentía al asedio del SARS-CoV-2.

Dirán los menos aficionados a socializar en la barra que el embate lo sufrirán en mayor medida otros ramos de la producción y el consumo más importantes que los bares. La industria, la construcción y el comercio han comenzado a sufrir ya las brutales consecuencias económicas de la epidemia; y los agoreros calculan que tardarán no menos de un par de años en recuperarse de la embestida.

Todo eso es cierto y no tendría el menor sentido frivolizar con cuestiones tan graves. Ahora bien, lo de los bares es un asunto de orden básicamente social y sentimental que acaso justifique traerlos a cuento.

Asamblea popular y, a la vez, gabinete psicológico, el bar es un espacio de libertad al que los ciudadanos acuden para hablar (mal) del Gobierno, arreglar los problemas del mundo y urdir revolucionarias tácticas futbolísticas que jamás se le hubieran ocurrido al entrenador del equipo local. No digamos ya al seleccionador.

Peroran en este poco valorado templo de la democracia popular oradores a menudo más elocuentes que los del Congreso; y a diferencia de otros parlamentos, los parroquianos del bar suelen chillar y amenazar menos que los diputados con derecho a buen sueldo, transporte, dietas y exenciones fiscales.

No ha de extrañar que en los bares nazcan, al calor del morapio, magos de la retórica cuya facundia compite ventajosamente con los del Parlamento, aunque no cobren por ello la nómina de un diputado.

Fue entre las sudorosas paredes de una cantina, después de todo, donde se gestó la declaración de independencia de los Estados Unidos. E incluso la de la isla gallega de Arousa, que en tiempos de la República ejerció -apenas un par de días, eso sí- su derecho a la soberanía tabernaria frente al continente.

Esa feliz ágora del pueblo corre ahora peligro de irse al garete por el virus que ya se ha llevado por delante las verbenas, el cine, el teatro, la música y hasta el buen humor que era marca de la casa en esta parte de la Península. El Estado, que en su día declaró al fútbol deporte de interés nacional, bien podría echarles una mano a los bares que tanto servicio prestan al buen orden psicológico del país. Mucho es de temer, sin embargo, que no quede ya un duro en caja para atender a este gremio en medio del naufragio general. Nos vamos quedando sin instituciones.