Durante la pandemia que nos ha asolado y que todavía tiene a bien enseñarnos los dientes de vez en cuando, los sanitarios fueron encumbrados a la categoría de héroes nacionales por pelear con medios propios de países de tercera división contra un enemigo que se metía en el interior de las personas por medio del contacto físico y de la saliva, hasta llegar a infestar los pasillos de los hospitales de enfermos asfixiados, así como las Unidades de Cuidados Intensivos de seres más cercanos a la muerte que a la vida.

Después de un largo confinamiento que nos encerró a todos en nuestras jaulas, los contagios producidos por la peste se redujeron, de tal modo, que las autoridades pertinentes nos permitieron ir abriendo rendijas para intentar evitar el hundimiento de un país que o moría por los efectos de la enfermedad o lo hacía por los del hambre.

El once de mayo comenzamos a recuperar, tras dos meses en dique seco, una febril actividad. Y, entonces, los héroes pasaron a ser otros. Señores y señoras que no recibieron ningún homenaje por parte del gobierno y sí muchas cortapisas. Gente que se propuso levantar un país sin darse cuenta de que este estaba herido de muerte y de que una buena parte de sus integrantes preferían continuar viviendo a escondidas para evitar los posibles contagios.

Esos seres anteriormente mencionados, también llamados autónomos, vieron cómo de la noche a la mañana eran obligados a cerrar sus medios de vida y a tener que seguir viviendo. Esperaron estoicamente hasta que el chaparrón pareció escampar, y lo hicieron con familias a su cargo, ciertos gastos pospuestos y todos los ingresos desaparecidos? Y, sin embargo, volvieron a ilusionarse cuando vislumbraron el fin del encierro. Por un momento pensaron que todo estaba por hacer y que todo era posible. Cumplieron las normas, gastaron su dinero en mantener vivos sus trabajos y los de sus empleados y, por si fuera poco, invirtieron una parte en equipos de protección.

Sin embargo, el mundo siguió parado, temeroso de salir y de gastar, al menos, hasta volver a la completa normalidad que todavía no ha llegado y que algunos imbéciles se empeñan en retrasar generando por su mala cabeza brotes y más brotes que nos asolan sin piedad y que, pasen o no pasen a mayores, coartan, cohíben y posponen la llegada de la normalidad, que no es más que una vida con planes, ilusiones y proyectos que ahora duermen en las entendederas de los más precavidos o temerosos.

Necesitamos que aquellos que pueden hacerlo, gasten. Que consuman, que sean valientes y que -adoptando las medidas de seguridad necesarias-, den un paso hacia delante. Porque si uno no rompe la cadena del pánico mal entendido, otro no recibirá los ingresos necesarios para pagar sus facturas y, el siguiente, se verá obligado a despedir a su personal con pérdidas porque no podrá pagarlo. El mundo se empobrecerá de manera estrepitosa y tardaremos décadas en volver a ser tan solo lo que fuimos. No habrá avances ni se cumplirán los sueños. Y una vida sin anhelos es una vida de autómatas. En la mano de los más pudientes, de los funcionarios o de aquellos que han tenido la fortuna de que sus trabajos no se viesen afectados por la peste, está la solución y -con ella- llegarán los verdaderos héroes.