Se especuló en días precedentes con la posibilidad de que el rey Juan Carlos abandonase el palacio de la Zarzuela para fijar su residencia en otro edificio de patrimonio del Estado, e incluso en otro país. Al final se acordó (se supone con la anuencia de su hijo el rey Felipe VI, del presidente del Gobierno, y del propio afectado) que su primer destino lejos de España fuese la República Dominicana, donde tiene buenos amigos y goza de un eficaz sistema de seguridad. En el intercambio de mensajes entre padre e hijo se quiso resaltar preferentemente sus años de servicio al Estado dejando en la penumbra sus escandalosos asuntos privados. El momento de dar la noticia fue oportuno para la Casa Real y para el Gobierno. Con una parte de la opinión pública preocupada por el rebrote de la pandemia y la otra apurando un periodo vacacional que puede hacerse muy amargo en el otoño cuando la crisis económica se haga todavía más presente. Por supuesto, está por ver si ese alejamiento sirve o no de cortafuegos al desprestigio de la monarquía, que pasa por sus horas más bajas. Desde los sectores más proclives a un tercer advenimiento de la República, el alejamiento del rey emérito se ha descrito, muy exageradamente, como una fuga de la acción de la Justicia, lo que lo haría comparable su caso con el de Puigdemont. Una posibilidad que fue rápidamente desmentida por el abogado de Juan Carlos al anunciar que su representado se ponía a disposición de la Fiscalía del Tribunal Supremo para lo que necesitase saber. Por lo que ha trascendido, la situación del rey emérito no puede calificarse de exilio si no más bien de cambio de residencia, como muy bien ha apuntado el exmagistrado del TS Martín Pallín. El asunto va para largo, pero los juristas que defienden sus intereses confían en que los efectos combinados de la inviolabilidad con la prescripción, y el añadido de los testimonios nada fiables de la seudoprincesa Corinna y del siniestro excomisario Villarejo, le permitan salir bien librado. Las últimas revelaciones sobre la existencia en el palacio de la Zarzuela de una máquina para contar dinero fueron especialmente truculentas. Hasta que se supieron todas estas cosas, Juan Carlos I y su familia gozaron de simpatía de buena parte de la población, sentimiento que se incrementó notablemente tras su apuesta por la democracia durante el golpe de Estado del 23-F. La propaganda presentaba a Juan Carlos y a Sofía como una pareja joven que llevaba una vida austera y muy alejada del boato que se le supone a una monarquía tradicional. Era, en fin, una monarquía de clase media. Esa imagen ha quebrado.