Salvador Dalí, surrealista y amante confeso del dólar, se declaraba monárquico por razones estrictamente científicas. "Nada es más monárquico que una molécula de ácido desoxirribonucleico", explicaba el pintor allá por una época en la que casi nadie había oído hablar del hoy omnipresente ADN. Su devoción por esa forma de Estado que ahora anda en coplas y memes en España era puramente metafísica y se condecía, según él, con su carácter de hombre "apolítico total".

La herencia contenida en el ADN es, en efecto, la base y sustancia de la monarquía. De ahí que Dalí creyese firmemente en la procedencia divina de los reyes, que habían ido bajando desde el cielo por la escalera de Jacob.

La monarquía del ácido desoxirribonucleico sobrevive en algunos países de Europa por costumbre y por razones prácticas. La británica, que es la más famosa, se mantiene a fuerza de tradición, por el mismo motivo que los ingleses siguen conduciendo a mano izquierda y conservan parte de su antiguo sistema imperial de medidas. Consciente de ello, la reina Isabel II mantiene la pompa y circunstancia de la institución y no duda en abrir las sesiones del Parlamento de Westminster decorada de armiños como una sota de la baraja.

Es así como la dinastía Windsor se ha convertido en una excelente fuente de ingresos para el Reino Unido. El trooping the colour, las carrozas servidas por lacayos y los desfiles de beefeaters y soldaditos que parecen de plomo atraen cada año a miles de turistas deseosos de ver el anacrónico espectáculo.

A las demás realezas europeas, menos glamurosas, se les exige tan solo que no molesten mucho ni den otro espectáculo que el necesario para abastecer a las revistas del corazón. Los royals siguen teniendo un público multitudinario y agradecido, a condición de que no se metan en política ni metan la mano donde no deben.

En el caso de España, la monarquía instaurada por el general Franco se inclinó desde el primer momento por prescindir de las solemnidades propias del gremio para vestirse de paisano. Quizá fuese un error. La campechanía del monarca creó un gran número de seguidores que se definían a sí mismos como "juancarlistas"; pero privó a la institución del halo de irrealidad que tan buenos resultados ha dado a los Windsor.

La popularidad de Juan Carlos I alcanzó cotas realmente notables gracias a ese ejercicio de populismo que en realidad contradecía la esencia elitista de un régimen basado en el ADN. Algo ayudó también, admitámoslo, el manto de silencio con el que la prensa y los gobernantes en general cubrieron las actividades de un monarca a quien se atribuía -no del todo injustamente- la decisión de acelerar el tránsito de la dictadura a la democracia.

Los más entusiastas llegaron a bautizarlo como "rey republicano", ignorando quizá que, si el poder absoluto corrompe absolutamente, también el poder duradero (aunque sea limitado o simbólico) suscita duraderas tentaciones mundanas en los que lo ejercen. Una vez abierta la veda, aquellas campechanías se han vuelto en contra del que las practicaba, con los enojosos efectos que a la vista están.

Al rey en paradero desconocido le haría falta hoy un Dalí que justificase metafísicamente la institución basada en el ácido desoxirribonucleico. Pero ya van quedando pocos partidarios del surrealismo en este país.