Carlos llegó, una mañana más, a su puesto de trabajo. Con un rictus no exento de amargura recordó las recomendaciones de seguridad en esta época de pandemia. Lavado de manos, protección con mascarilla y distancia de seguridad. Como cada día, pretendía ser fiel al máximo con todo ello. Pero no era fácil, no. Las circunstancias cambiaban en cuestión de segundos de escenarios más propicios a otros mucho más complicados. Y el agua... ay, el agua. Ese era el caballo de batalla principal en lugares como aquel. Se haría, por supuesto, lo que se pudiese y mucho más. Pero si los generadores fallaban, si un ataque por sorpresa -quizá un cohete, quizá una incursión de los paramilitares- ponía en riesgo la seguridad de todo el campamento, todo podía torcerse mucho. Y sí, en avisperos de la Humanidad como aquel, las cosas tendían a torcerse...

La historia de Carlos, queridos lectores, no es parte de una novela de suspense y acción. Y tampoco una hagiografía adaptada a los tiempos, llena de mártires y de hechos rayanos en lo heroico, o sacrificios por los demás. Carlos es un amigo mío, que trabaja como logista en un enorme campo de refugiados, en el que se encuentra un importante hospital -por supuesto, el único en la zona- donde se trata a la población de una vastísima área geográfica, allá donde la acción del Gobierno del país ni llega ni se le espera, en un escenario permanente de guerra, con escaramuzas constantes. No les cuento exactamente dónde porque la historia se repite periódicamente en el espacio y en el tiempo. Podría ser allí, pero también en otro lado, en los dos o... aquí mismo. Qué más da. Hay hoy crisis humanitarias declaradas en cincuenta y cuatro países, más otros nueve en que la Covid-19 ha llegado a tal nivel de alerta.

La población está tranquila. Cuando la Covid-19 es solamente un ingrediente más de un potaje letal que incluye los mencionados cohetes y escaramuzas, la violación por doquier, como arma de guerra y como forma de matar el aburrimiento, otras enfermedades infecciosas verdaderamente espeluznantes, una alimentación muy limitada y escasa (mucho mejor en el campo de refugiados que en los meses previos, en los que muchas personas no tenían acceso a prácticamente nada) y un grave problema de agua, todo llega a relativizarse. Y ese mismo rictus de una mezcla de resignación, otra de amargura y una gran componente de tristeza por no entender en qué se ha convertido la Humanidad, se lo ha visto Carlos a muchas de las personas atendidas en aquellas gigantescas instalaciones, que no dejan de ser el último atisbo de esperanza para muchos de ellos. Eso, precisamente eso, es lo que mueve cada día a Carlos, y también a todos sus compañeros y compañeras llegados de muchas partes del mundo. El saber que, si ellos no estuvieran allí, el resultado sería aún mucho más desastroso. Mucho más.

No piensen ustedes que las personas que viven en un campo de refugiados siempre estuvieron allí. Muchos de ellos llevaban una vida absolutamente normal, en el contexto de sus propios lugares de origen. Pero la desigualdad y una visión depredadora de los recursos a veces crean las condiciones adecuadas para que un catalizador, como puede ser un desastre natural o un conflicto, provoque un desastre humanitario de dimensiones asombrosas sobre personas vulnerables. O una estampida, que a la larga, por pérdida de arraigo, de recursos y de condiciones mínimas para la vida en los territorios de acogida, viene a ser lo mismo o peor. No se piensen, no, que algunos estamos blindados ante semejantes situaciones. Muchos son los que lo han perdido todo, han salido con lo puesto o, simplemente, se han quedado sin nada por las circunstancias extremas a las que han sido sometidos.

En días como hoy, 19 de agosto, la Organización de las Naciones Unidas pone el foco en las vidas y las condiciones de trabajo de personas como Carlos. Porque hoy se conmemora el Día Mundial de la Asistencia Humanitaria. Algo ya difícil de por sí y que, a partir de la pandemia de Covid-19, se ha complicado aún mucho más. No es difícil entender que en un lugar donde se hacinan cien, doscientas o trescientas mil personas, sin mayor intimidad que una tienda de campaña colocada en medio de una interminable hilera de las mismas, formando una cuadrícula mucho más allá de donde la vista llega a alcanzar, la probabilidad de contagio por un agente infeccioso que se transmite de persona a persona es grande. Mucho mayor que en nuestro contexto habitual. Sí, son tiempos difíciles también para ayudar a superar situaciones límite, en las que las vidas están en juego.

Vayan, pues, estas líneas de reconocimiento y agradecimiento a todos aquellos de nuestros congéneres que hacen, de cada día de trabajo, una acción singular y heroica real, estén donde estén. Son, en palabras de Naciones Unidas, las historias de los que brindan alimento a las personas más vulnerables, las que proporcionan espacio seguro para mujeres y niñas durante los confinamientos, los que asisten en difíciles partos, los que luchan contra las langostas y los que, como Carlos, trabajan en campos de refugiados, en el contexto de la pandemia de Covid-19. Para todos ellos y ellas, Shikamoo...