Tengan buen día, en una jornada más. Es 26 de agosto y, si todo fuese como siempre, estaríamos en la semana en la que el verano oficial va empezando a recoger, a hacer las maletas. El grueso de los turistas estaría ya pensando en el regreso a su lugar habitual de residencia, y todo comenzaría a fluir de otra manera, centrada en el abordaje de un nuevo tiempo laboral, un también inédito curso escolar y nuevos modos y maneras que nos llevarían, en nada, a tomar las uvas y a saludar a 2021. En medio de todo ello quedaría, por cierto, un otoño que para mí es siempre la estación más fascinante, con uvas, higos, atardeceres, colores únicos y mucha paz. Un septiembre que a mí me da los mejores días de playa, de luz tamizada y muchísima tranquilidad. Y un octubre que, visto como viene el tiempo últimamente, a veces parece pleno verano... Un noviembre mágico y un diciembre de solsticio, directamente, telúrico.

Pero no, este año nada es excesivamente normal. Y por eso supongo que muchos de los turistas no habrán venido, que otros habrán adelantado su partida, y que el otoño seguirá teniendo muchos tintes de incertidumbre, habida cuenta de la situación sanitaria actual y, mucho peor, la que puede venir a partir de decisiones -como el comienzo presencial de curso sin mayor inversión y sin medidas drásticas de contención- que el tiempo revelará como profundamente desafortunadas. Bueno, a ver qué pasa. De eso ya hemos hablado y seguiremos haciéndolo...

Hoy quiero traer a colación un tema que tiene que ver también con la pandemia por el SARS-CoV-2 y que muchos identifican con el otoño, aunque yo no lo vea exactamente así. Quiero volver a insistir sobre el rol de nuestros mayores en la sociedad. Y me he referido a la Covid-19, porque los peores efectos de la misma se están produciendo -sobre todo- en los segmentos más altos de edad.

Miren, se lo he planteado más veces. En la sociedad tradicional gallega, de corte fundamentalmente rural, el mayor tenía un papel muy equiparable al que yo he conocido en otras culturas, en África o América. Culturas que una visión maniquea y poco profunda de la realidad puede identificar como más atrasadas, pero que en realidad yo considero que poseen una componente comunitaria muchísimo más desarrollada que lo que hoy nos ofrece el modo más o menos estándar de vida que se nos propone. Y, en dicho contexto, el mayor tiene un papel productivo, prescriptor, formativo e incluso ejecutivo infinitamente más gratificante y productor de felicidad -para él y para los demás- que, una vez más, lo que hoy se plantea como "normal" para determinadas franjas de edad.

Por contra, es cierto que estas sociedades tradicionales, sobre las que muchos autores han investigado -me encantan los trabajos de Félix Rodrigo Mora, como les he comentado más veces, aunque no pueda llegar a entender la deriva actual del mismo sobre ciertos temas, incluida la Covid-19- atenazan más en aspectos como la pluralidad y la diversidad. En aquellas sociedades tradicionales la componente social era muy potente, con una solidaridad hoy impensable entre los vecinos, pero donde se te suponían comportamientos y hasta ideas. La sociedad de hoy es infinitamente mejor en cuanto al tratamiento de la diversidad, pero a costa de una indiferencia supina, no a partir del necesario respeto que todos y todas deberíamos profesarnos como seres humanos.

Pero el mayor, centrándonos en ello, estaba infinitamente más valorado como tal. El mayor era el patriarca o la matriarca, en la línea de lo que también podemos ver hoy en la comunidad gitana. Todos bebían de su sabiduría y de una visión que atesoraba años de experiencias positivas y negativas. El mayor era un faro. Y el mayor, con otros mayores, hablaba de las cuestiones que les importaban a todos. Recuerdo aún, volviendo al presente de hace unos años y con los pelos de punta, los intercambios de puntos de vista a la sombra de un árbol, en algún lugar de África, con los mayores discutiendo las cosas importantes para toda la comunidad.

Ser mayor implica también necesidad y derecho al descanso. Pero un descanso activo, no necesariamente identificado con ocio. Miren, no sé qué me deparará el destino, pero yo si llegase a una franja de tercera o cuarta edad, que no me pongan a jugar a las cartas, porque es algo que siempre me ha horrorizado, y que solamente hago alguna vez con mamá, porque a ella le gustó siempre y nos lo pide. Yo preferiría escribir, o seguir leyendo, o cultivando la tierra, o tomando decisiones sobre mi propio destino. Y es que siendo mayor, como en cualquier otra etapa de la vida, hay muchas posibilidades. Y, con naturalidad, hay que saber adaptarlas a las condiciones -tremendamente diferentes entre unos y otros- que pueda tener cada uno.

En nada llega el otoño, sí. Pero no me identifiquen mayores y otoño. El otoño es bello, rojizo y tremendamente dulce, y no tiene nada que ver con la decrepitud. La cronología de cada uno, por otra parte, la marcan sus propias circunstancias. Y hay personas que no llegan a pasar de la infancia, o que a los veinte tienen planteamientos o realidades vitales mucho más restringidos que muchos mayores. Vivamos cada momento con plenitud, siendo conscientes de nuestras posibilidades, pero sin colgarnos etiquetas que nos lastiman e impiden vivir con fuerza y ganas. No existe el "pensamiento del mayor". Cada persona es un mundo, y hay mayores de todos los colores, formas e ideas, como también jóvenes o señoras de Cuenca. Se trata de dar relevancia a las personas y, a la vez, recuperar las formas sociales y comunitarias que nos dan potencia como grupo humano. Sí, ya lo sé, es pretender tomar lo mejor de cada época, refundirlo y disfrutarlo. Y no es fácil. Y, en ese camino, potenciar a impulsar al mayor como forma activa e importante de nuestra sociedad. Saldremos ganando todos.