Nadie sabe qué va a suceder en septiembre cuando los colegios reabran, los atascos vuelvan a las ciudades y cabalguemos de nuevo a lomos del coronavirus. Ni lo sabemos ni parece que nadie lo haya previsto. Quisimos creer -sin fijarnos en la experiencia del vecino- que el virus sería sensible al verano y que llegaríamos al otoño con relativa calma. Sin transmisión comunitaria, con unos pocos casos controlados y fácilmente trazables, los tres escenarios con los que contaban los colegios adquirían cierto sentido: empezar, ver qué pasa y actuar rápido en caso de descontrol. Hoy sabemos que no va a ser así, aunque tampoco tenemos idea de lo que va a suceder en las próximas semanas. La lógica epidemiológica parece indicarnos que es mejor no echar gasolina al fuego y que, en plena crecida del río -"la segunda ola ya está aquí", nos advierten las autoridades--, hay algo de suicida en querer reabrir los colegios. Pero los epidemiólogos van por un lado, los maestros por otro, los padres aún por otro y los políticos ahora mismo prefieren escudarse en la vieja táctica de Pilato: lavarse las manos. La realidad de la pandemia acabará por imponerse sin duda, pero entonces -como sucedió en marzo tras el 8M- quizá sea ya demasiado tarde.

Lo cierto es que llegamos a septiembre mucho peor de lo que hubiéramos querido. La pobre temporada turística ha sido suficiente para demostrar que la Covid-19 no respeta estaciones y que, sin una vacuna fiable, la única medida efectiva pasa por extremar la prudencia y mantener una higiene escrupulosa, además de incrementar las pruebas PCR. El uso intensivo de la tecnología -como se ha demostrado en Asia- ha sido extremadamente útil, pero aquí todavía quedan semanas para que la aplicación "Radar COVID" se encuentre plenamente operativa en todo el país. No cabe duda de que la ausencia de liderazgo contradice la altura de las intenciones de nuestra clase política y termina teniendo consecuencias: las malas cifras son el precio a pagar por la improvisación. Y las víctimas somos nosotros.

Proponerse una falsa apertura de los centros -abrir en zigzag no tiene sentido- sería más un signo de escapismo que de coraje. Hace falta iniciar el curso en condiciones, pero sobre todo lo que hace falta es reunir los requisitos para que sea posible impartir una enseñanza de calidad en las actuales circunstancias. Seguramente habrá que reducir el currículum y centrarse en las materias principales, fomentar las actividades que los estudiantes puedan realizar solos, aprovechar cualquier espacio abierto para dar clases e impulsar al máximo las plataformas tecnológicas a fin de que aquellos alumnos que lo deseen sigan el curso desde casa; por supuesto, debidamente controlados por las autoridades educativas.

No podemos permitirnos el fracaso educativo, porque no podemos permitirnos el fracaso como sociedad. Y la cuestión ahora no es abrir los centros -hacerlo mal y a destiempo, avivando aún más la hoguera del contagio comunitario, me parece suicida-, sino lograr educar bien para salvar el presente y ganar el futuro. Más que un mismo uniforme para todos, necesitamos trajes a medida, adaptados a las necesidades individuales y locales. Necesitamos, en definitiva, una mayor implicación de profesores, padres y alumnos bajo el paraguas de una administración que ofrezca confianza. Precisamente lo que se echa de menos en estos momentos.