Decididos a revolucionar todos los principios del sistema, los okupas han comenzado a cobrar alquiler a otros okupas. Eso sucede, al menos, en dos edificios de Vigo donde los primeros en tirar abajo la puerta imponen el pago de una renta -es de suponer que mensual- a los que van llegando después. Tiene su lógica. Algunos de los anarquistas de antaño sostenían que la propiedad es un robo; pero hay que admitir que nada decían a propósito del arrendamiento.

Esto de que un okupa sea a la vez inquilino podría parecer una contradicción entre los términos, pero en realidad se trata de una de las muchas peculiaridades de este país. La pasión de los españoles por la vivienda -que tan bien describió Marco Ferreri en su película El pisito- no distingue entre ideologías. Si los conservadores otorgan carácter sagrado a la propiedad, no es muy diferente lo que ocurre con los progresistas más acalorados.

Tanto es así que aquí triunfó no hace mucho un movimiento de orden hipotecario como el del 15-M, que pronto se organizaría en partido político de éxito (ahora menguante) bajo el nombre de Podemos, que también tenía su rama okupa. Su principal reclamo, en todo caso, era la condonación de las hipotecas, la dación del piso en pago cuando no se pudiese hacer frente a los plazos y otras cuestiones más o menos ordinarias de corretaje inmobiliario.

Sus líderes estaban tan obsesionados con el derecho constitucional a la posesión de una vivienda que, aun antes de llegar al poder, se lanzaron a la compra de chalés de alto standing. Contra lo que ahora les reprochan sus adversarios, aquello fue un ejercicio de coherencia. Predicaban con el ejemplo.

Se trata en realidad de un avance en la tradición. La política, que Aristóteles definió como el arte de lo posible, pasó a ser en España el arte de hacerse un chalé. Cualquier ministro, alcalde o concejal de Urbanismo despojado de prejuicios podía acumular un capitalito durante la reciente era dorada de la construcción: y lo habitual era que lo invirtiese en el chalé, símbolo del éxito.

Más convencionales, los prohombres de la nueva política se limitan a pedir una hipoteca en buenas condiciones una vez asegurado el sueldo público, con lo que algo vamos avanzando. Costar, le siguen costando cuartos al contribuyente; pero al menos no meten la mano en donde no deben.

Mucho más imaginativos y hasta revolucionarios, los okupas de ahora están rizando el rizo al establecer el cobro de un alquiler por un bien que no les pertenece.

Lucrarse de una propiedad, mediante su arrendamiento, es un claro acto de codicia burguesa; pero lo realmente meritorio es sacarle dinero a un inmueble que ni siquiera es del improvisado casero. Eso exige mañas de ilusionista y, evidentemente, transgrede todas las normas del comercio inmobiliario. Fácil es deducir de ello que el cobro de alquiler a los colegas del edificio okupado constituye un abierto acto de rebeldía contra el sistema.

Siempre habrá quien piense que la figura del casero okupa y la del inquilino okupante es una aportación muy notable de los antisistema españoles a la vieja picaresca de toda la vida; pero no hay porqué malpensar. Quizá los okupas estén inventando, sin advertirlo, el socialcapitalismo del siglo XXI.