Una bandada de orcas atacó el otro día a un velero de la Armada en la ría de Arousa, lo que bien pudiera ser considerado como un acto de guerra de los cetáceos. Pero no. Fechas más tarde incordiaron también a otras embarcaciones no militares, de lo que se deduce que, en realidad, estos colosos del océano solo quieren hacerse ver por las rías y, si acaso, jugar un poco.

No es infrecuente el paso de orcas por la costa atlántica gallega, adonde llegan desde Cádiz, según parece. Sí resulta novedoso, en cambio, que se hagan ver con tal desenvoltura en este año de la pandemia, que tantos y tan diversos asombros nos está proporcionando.

Este es, después de todo, un territorio de los confines de Europa, o Finis Terrae en el que hace unos pocos siglos se acababa el mundo conocido para dar paso al Mar Tenebroso poblado por toda suerte de monstruos marinos.

Los romanos ya presintieron hace un par de milenios las magias de esta Galicia extremada en la que el sol se churrascaba cada tarde -para espanto de aquellos bragados centuriones- al hundirse en las aguas del fin de la Tierra. Más allá de ese límite ya solo quedaba la Mar Incógnita, preñada de espantosas bestias oceánicas que modernamente adoptan la forma de petroleros como, por ejemplo, el Prestige, el Urquiola y otros de desdichada memoria.

Sobre ese océano de fábula nos dio abundante noticia el fabulador Álvaro Cunqueiro, que era perito en sirenas, en animales de leyenda y en toda la fauna que albergan los mares. Por él supimos de la arribada a nuestras playas de Jasconius, la ballena de descomunal tamaño que avistó San Brandán en una de sus navegaciones a la búsqueda del improbable Paraíso Perdido.

Los marineros más imaginativos juraban que este monstruo se les aparecía con no poca frecuencia en forma de una gran isla de quita y pon, que en realidad era la parte del lomo del cetáceo que quedaba a la vista cuando Jasconius emergía de las profundidades para asustarlos.

Ninguna relación guarda aquel monstruo, ni las dos ballenas azules que se dejaron ver por las costas gallegas hace apenas tres años, con las orcas que estos días sorprenden con su presencia a los veleros que navegan por las rías. A pesar de su inesperado ataque al timón de uno de uno de ellos, estos son animales de lo más común: y solo su agresivo comportamiento arroja alguna incógnita.

Bien pudiera ocurrir que los cetáceos no hubiesen sido debidamente cristianados como lo fueron en su día los salmones del Ulla por el obispo Corentin de Quinter, que les aspergió las pertinentes aguas bautismales.

No hay noticia, en cambio, de que las orcas fuesen convertidas en algún momento al cristianismo; si bien Cunqueiro informó en su día de la existencia de delfines capaces de desenvolverse con soltura en varias lenguas. Cierto es que lo hacían con disimulo para no ser oídos por las gentes del mar con las que pudieran cruzarse.

Por si sí o por si no, habría que considerar la posibilidad de bautizarlas, como a Jasconius, para que adquieran la necesaria docilidad de conducta y dejen de ir por ahí devorando timones de la Armada. Bastante susto tenemos ya encima con el diabólico virus de la corona.