Septiembre es uno de mis meses favoritos, porque anticipa y contiene el otoño al mismo tiempo y a mí me gusta casi tanto una cosa como la otra. Septiembre es siempre una suerte de nuevo comienzo, un regreso, pero con expectativas. Que luego se cumplan o no ya es cosa de cada uno y de su suerte, aunque mucho me temo que la mayoría de nosotros, con los años, ha sabido rebajar lo suficiente esas expectativas como para que nada de lo que pueda no ocurrir vaya a decepcionarnos demasiado. Supongo que eso es a lo que llaman supervivencia, resistencia, diría yo, acaso felicidad.

Este otoño, además, se avecina molesto, revirado, inapetente. Las noticias políticas, disculpen el pleonasmo, son cada vez más desalentadoras, y no solo porque la dichosa covid-19 continúe entre nosotros y nos augure meses de angustia, sino por el retrato que de sí mismos se empeñan en hacer unos y otros con sus declaraciones, enfrentamientos y absoluta falta de coherencia y sentido común a la hora de organizar cualquier tarea que tenga que ver con la realidad de las cosas y no con su idealización panfletaria. Y es que, con esto de la pandemia, la realidad se ha vuelto demasiado real para nuestros políticos. Decía Groucho Marx que "la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados". Y en esas seguimos. Resulta ya aburrido ponerse aquí a enumerar toda la serie de imprudencias, desatinos y contradicciones en las que ha incurrido el grueso de nuestros políticos más influyentes o mediáticos durante estos meses de desconcierto vírico. En política, el común es el más infravalorado de los sentidos. La crisis que estamos viviendo lleva con nosotros el tiempo suficiente como para que quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones sobre aspectos importantes de nuestra convivencia hubiesen podido pergeñar un buen puñado de ideas creativas que, hoy por hoy, brillan por su ausencia. Da la impresión de que la mayoría de las medidas que toman un día y deshacen otro, así como las protestas que suscitan en los diferentes bandos opositores la imposición primero y la revocación después de dichas medidas, son fruto de la más beoda de las arbitrariedades.

Quizá sea este un buen momento para que reflexionemos sobre el país que somos y el que nos gustaría ser. Los ciudadanos también tenemos algo que decir, o tal vez no, tal vez sea este el momento de callar, de bajar el nivel de decibelios y actuar, cada uno en lo suyo y con los suyos, con responsabilidad y sentido común y cívico, al margen de las broncas de bar de mala muerte en que ha devenido el debate público. Porque las soluciones que tan esforzadamente llevan buscando desde hace meses para bares y discotecas, no sirven para las escuelas ni las universidades públicas de este país. Y los estudiantes, los autónomos y los trabajadores de las pequeñas empresas que son el sustento de tantas familias, en breve, no van a tener ni para pagar una ronda. A su salud.

* Escritor