¿Qué tal les va, amigos? Lo cierto es que el tiempo sigue pasando, y la vida continúa tejiendo sus pequeñas satisfacciones y decepciones, sus retos y sus logros, y nos vamos enfrentando a las características, dificultades y peculiaridades de cada tiempo. Aquí seguimos, ahora sí que ya en otoño, después de un verano atípico que ha seguido a una primavera también fuera de lo común. Ergo, parece que si les digo que el otoño será también raro, no creo que disientan. Pues sí, intentaremos seguir aguantando el tipo, a la espera de tiempos más propicios.

Ya saben ustedes que el paso del tiempo es uno de mis temas favoritos, y seguramente el día que me lance a escribir algo mucho más largo que un buen puñado de artículos, tendré que considerar esa línea de trabajo. No seré el primero, no, ya que hay muchísimos autores que se han visto atraídos por tal tipo de temática, desde muchos puntos de vista. Autores desconocidos y, también, muy reconocidos. Desde la reivindicación del ahora como único activo de nuestra existencia, muy en la línea del Carpe Diem acuñado por Horacio y retomado luego por afamados y reconocidos escritores como Whitman, Tennyson y otros, hasta algún maravilloso trabajo divulgativo de Hawking, en el que aborda el papel del tiempo no solamente desde la óptica de nuestra existencia, sino desde un punto de vista mucho más teórico y cosmológico.

El paso del tiempo nos provee de recuerdos y conforma, en realidad, nuestra propia conciencia del yo. ¿Qué sería de mí sin el conjunto de experiencias vividas y el poso de las mismas en mi ser, con su inevitable influencia sobre mi propio desempeño actual? Sí, el paso del tiempo y nuestro paso en el mismo por la vida se conforma así como parte de nuestra seña más íntima de identidad. Es parte de nosotros.

Es por eso que la pérdida del recuerdo supone mucho más que un mero problema práctico. La pérdida de nuestros recuerdos no deja de ser una privación de una parte de nosotros, ligada a nuestra historia, de forma que estamos pero, de alguna manera, perdemos la perspectiva de parte de lo vivido. En enfermedades como el Alzheimer, como saben, eso ocurre. Y si, además, se produce otra serie de trastornos asociados, ligados a otros problemas funcionales y a la calidad de vida, convendrán conmigo que tal mal es, muchas veces, un duro y difícil trance, ligado generalmente a la edad.

Estos días hemos celebrado la jornada, el 21 de septiembre, en que recordamos mundialmente a las personas que sufren esta enfermedad neurodegenerativa. Una nómina de personas amplia y en aumento. Hoy se estima que el sesenta por ciento de las personas que sufren algún tipo de demencia están aquejadas del mal de Alzheimer. Partiendo de la base de que, en el mundo, el conjunto de las demencias alcanza a unos 47 millones de personas, echen cuentas. Pero la cosa va a más, sí. Se estima que en el año 2050 las personas afectadas por la enfermedad superen, mundialmente, los 130 millones. Los que ya tengamos unos añitos entonces, en la siempre dudosa hipótesis de que lleguemos ahí, seremos claros candidatos a padecerlo.

Conozco diferentes experiencias de la sociedad civil organizada ligadas a la mejora asistencial y de calidad de vida de los enfermos de Alzheimer. Algunas aquí, como el reseñable caso de Afaco, Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer de Coruña, cuya labor es meritoria. Y otras, en diferentes y remotos lugares. Algunas con más recursos e imbricadas en sociedades donde la atención sanitaria es algo reglado, habitual y universal. Y otras, donde cada uno hace lo que puede y como puede, a veces con menos recursos que los que podamos incluso imaginar. En cualquier caso, al igual que en todos los demás ámbitos de asociacionismo ligado a patologías tan complejas, hay que sacarse el sombrero por ideas, iniciativas y planteamientos que ayudan a los demás.

Bueno, pues aquí lo dejo, queridos y queridas. ¿Qué, pensaban que, con el título de la columna de hoy, iba a salir por peteneras y hablarles de aquella canción de Pecos, del álbum Un par de corazones, quíntuple disco de platino, de 1979? Pues ya ven que no, y que el asunto iba por otro lado. Pero si lo pensaron no se equivocaron mucho, no, porque para ambientar este sosegado ratito del día en que escribo estas líneas, me he decantado por el directo en Aplauso de Esperanzas, correspondiente al primero de los discos de los hermanos Pedro y Javier, titulado Concierto para adolescentes, triple disco de platino. Con los tiempos que corren, oigan, eso de oír hablar de esperanza, sea de lo que sea, nunca tiene precio. ¿O no?

Cuídense. Dedicado a todos aquellos que luchan cada día por mantener sus recuerdos. Que nos tengan a nosotros como mantenedores de tales vivencias y como sus cariñosos acompañantes y cuidadores.