Como es bien sabido, la denominada industria químico-farmacéutica es la encargada de proporcionar nuevos medicamentos para conservar y mejorar la salud humana. Si en circunstancias normales se espera de esta industria que cumpla satisfactoriamente esta misión, tal exigencia se vuelve urgente e inaplazable cuando hay, como sucede actualmente, una pandemia mundial para la que no se cuenta con los medicamentos eficaces para hacerle frente.

Aunque hay países como China y otros que no proporcionan datos o los que dan no son fiables, se dice que a nivel mundial hay unos 30 millones y medio de contagiados y cerca de un millón de muertos. Ante esta grave situación, la reacción de la industria químico-farmacéutica mundial no se ha hecho esperar. Y hay quien habla de que hoy hay más de 90 grupos de investigación a escala mundial que se encuentran haciendo investigación avanzada contra el SARS-CoV-2, tanto en el ámbito público como privado, estos últimos constituidos principalmente por las empresas farmacéuticas (así Elasri/ Serradell, en La vacuna de la Covid-19: una carrera de fondo, en el blog de Economía y Empresa de la Universitat Oberta de Cataluña, del 18 de mayo de 2020).

Los distintos equipos de investigación tratan de alcanzar un doble objetivo: hallar el remedio curativo de la enfermedad y descubrir una vacuna que logre neutralizar y destruir el virus patógeno. Pero la industria farmacéutica no se ha movilizado solamente por razones altruistas, que también, sino con la esperanza de obtener un lógico rendimiento económico, que tendrán seguro las empresas que logren patentar algunos de los resultados de su investigación.

En efecto, la patente es un título que concede el Estado y otorga a su titular un derecho de exclusiva (el titular es el único que puede explotar la invención patentada) y excluyente (el titular puede prohibir a los terceros cualquier acto de explotación), que impide que los terceros puedan explotar la invención patentada. Por esta razón, la patente supone una excepción a la libertad de empresa basada en el principio de la libre competencia. Debido a los efectos anticompetitivos que produce la patente el propio ordenamiento jurídico impone contrapesos a la obtención de este derecho, el principal de los cuales es que solo deben concederse patentes para las invenciones que reúnan los requisitos de patentabilidad.

La patente ha tenido y sigue teniendo detractores y defensores, pero la generalidad de los países prevén en sus ordenamientos la patente porque es el instrumento que mejor incentiva la inversión en investigación haciendo que con ello progrese tecnológicamente la sociedad. Y es que lo característico del sistema de patentes es que desencadena una lucha competitiva para ver quién es el primero que logra la patente, porque en la carrera hacia la patente no hay medalla de plata ni de bronce, solo medalla de oro: el ganador obtiene la recompensa en su totalidad.

Como suele suceder cuando surge una enfermedad infecciosa desconocida, se buscan, de un lado, los remedios para que remita o desaparezca la dolencia; y, de otro, se trabaja en lograr una vacuna para introducirla en los ciudadanos y lograr que cuando ingrese el microorganismo patógeno surja una respuesta de defensa en los organismos de los vacunados que logre neutralizarlo. Aunque desde el punto de vista farmacológico se diferencian claramente el medicamento y la vacuna, situados en la óptica de su protección por la vía de la patente, no presentan diferencias sustanciales: se trata en ambos casos de formular una regla técnica que resuelva un problema, ya sea el de la curación, ya el de la prevención.

Ahora bien, al producir la patente efectos bloqueadores en el mercado en el sentido de que es el titular el único que puede explotar la invención patentada, podría darse el caso de que el titular actuase, en palabras de Lope de Vega, como el "perro del hortelano, que no come ni deja comer"; es decir que abusase de su derecho y no explote su invención en un país o lo haga de manera insuficiente para satisfacer la demanda. También puede suceder que el titular de la patente fije precios desorbitados impidiendo por esta vía el acceso de la ciudadanía al producto patentado. En estos casos, además de la expropiación de la patente, medida que podría considerarse como la más extrema, la legislación prevé que se pueda recurrir a las llamadas licencias obligatorias en virtud de las cuales se autoriza a terceros para que puedan explotar lícitamente la invención patentada sin el consentimiento de su titular.

En cualquier caso, no tengo duda alguna de que el más mínimo abuso de derecho respecto de una invención cuya finalidad es curar o prevenir el Covid-19 es de todo punto inadmisible e intolerable. Por eso, las empresas farmacéuticas que alcancen el éxito y obtengan la patente, ya sea para un medicamento, ya sea para una vacuna, ya para ambas cosas, se verán más compelidas que nunca a compartir sus resultados con otros países, moderando sus exigencias económicas.

La razón de lo que antecede es que hoy, más que nunca, se ha implantado en el mundo globalizado una especie de "ética empresarial generalizada" que ha ido introduciéndose progresivamente en el sentir general de la sociedad y que es, en parte consecuencia, la existencia de una nueva conciencia global que empezó en los códigos de buenas prácticas de las grandes corporaciones del mundo, entre las que figuran las compañías farmacéuticas.