Reflexionaba ayer con un grupo de jóvenes de Bachillerato, queridos lectores y amigos, sobre qué sensación les producía a ellos dedicar un rato a pensar conscientemente en que viajamos a alta velocidad subidos a algo parecido a una enorme pelota, en medio del espacio, girando de varias formas y moviéndonos en torno a una estrella que nos provee de luz y calor. Ya sé que todos lo sabemos, pero una cosa es tal conocimiento y otra muy distinta el pararnos a, de una forma explícita, pensarlo. Ciertamente esta forma de comenzar los cursos de Física y Química llama la atención en quien espera que le proveas de unas cuantas recetas para calcular problemas-tipo y poco más. Pero no, el objeto de materias como esta en el currículo es el de proporcionar respuestas, siempre parciales, a inquietudes que no dejarán de acompañarnos en toda nuestra vida. De hecho, en tal tesitura yo termino confesando a los alumnos -en un arrebato de intimidad- que cada día, cuando abro los ojos al despertar, vuelvo a dedicar al menos unos segundos a emocionarme por el hecho de seguir viajando, aprendiendo y disfrutando de todo ello. Y que el estado de shock y al tiempo, alegría, que ello me supone, supone una inyección de energía que me provee de fuerzas que me dura la jornada entera.

El día a día, muchas veces, nos separa de estos instantes verdaderamente sublimes. Hay quien dedica su vida profesional a lo normativo, a lo económico-financiero, a las transacciones comerciales, a la moda o a cualquier otro de esos menesteres que, importantes, realmente suponen capas de la realidad construidas muy por encima de esa tan primaria y tan cosmológica como la que llama mi atención, y con la que me quedo como foco fundamental de mi interés. ¿Quiénes somos? ¿De qué estamos hechos? ¿Por qué vivimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué se han organizado átomos de diferentes elementos químicos de tal guisa que han tenido a bien formar moléculas, presentes en las células, y que han construido la compleja arquitectura de tejidos, órganos y sistemas? ¿Qué lógica está por detrás de todo lo que se nos evidencia como parte de la Naturaleza? Preguntas, estas otras y muchas más, de las que alguna respuesta podemos rascar desde una mirada observadora, científica y que trate de compendiar el acervo de lo aprendido a lo largo de la Historia. Pero hemos de asumir que, en tal empeño, siempre quedarán muchísimos cabos sueltos... A partir de ahí, todo dependerá de aspectos tan íntimos y personales como la fe, la imaginación, lo onírico o lo que cada uno tenga bien plantear para responder sus propias preguntas y los esbozos de sus respuestas. Pero en un terreno, ya, difícil de articular desde la razón y la evidencia.

Después de las clases, de cumplir todos los protocolos de higiene personal propios de estos tiempos de pandemia al llegar a casa, y de comer algo, me dirigí a un escenario bien distinto. Una pequeña celebración, muy personal e íntima -como también mandan los cánones actuales- para, bien parapetados y protegidos, agasajar con mi familia a una radiante mami que cumplía, también ayer, nada menos que 92 añitos. Unos 92 ciclos, por tanto, alrededor del sol, y el consiguiente acompañamiento al planeta en un número importante de rotaciones alrededor de su eje.

Con tales mimbres, el siguiente objeto de pensamiento era evidente. ¿Cuál es el sentido de la vida? Y es que, mucho más allá de lo que los siempre geniales Monty Python nos hayan ilustrado sobre ello, en términos de energía y desorden, entálpicos y entrópicos, ¿qué gana, pierde, consigue o deja de obtener la Naturaleza con nuestra evolución individual y colectiva en el seno de todo lo que existe? ¿De qué va esto en lo que todos, por el mero hecho de estar vivos, quedamos involucrados?

No les miento si les digo que, en el transcurso del café y de esa tarta de la abuela siempre exquisita que con derroche de amor prepara mi hermana Malena, desde cierta distancia por aquello de no poner en peligro al objeto de todo nuestro filial cariño, las reflexiones cosmológicas y telúricas se borraron de algún lugar de mis hemisferios cerebrales. Ahí quedaron, hasta ahora o hasta cuando toque pensar otra vez mañana sobre ello, volviendo a vibrar de gozo y, al tiempo, de misterio. En ese momento, armado de tarta y café, solo pude discernir la alegría de las pequeñas cosas, como la de una mami de 92 años, razonablemente bien a pesar de ser este un momento complicado para todos y de los achaques de cada cual, pero inmensamente agradecida y feliz, cariñosa y especialmente linda en su 92 cumpleaños. En ese momento la alegría era eso. La que dimana de las pequeñas cosas, alejadas de las grandes ideas o, quién sabe, quizá parte de las mismas. Porque, ¿quién nos dice que el mero hecho de vivir fácil y sencillamente no está mucho más ligado a la lógica más básica de la propia existencia que la sofisticación a la que hemos llegado después de siglos de construcción de prácticas, ideas, creencias, valores y actitudes que nos han alejado de la sorpresa permanente y continua y la admiración por tanta perfección y simetría que nos rodea?

Felices 92, mamá. Felices 92, Nena. Suma y sigue, hasta donde el planeta quiera girar para ti...