Colegio Salesianos, años ochenta. Sexto o séptimo curso de la EGB. Un profesor y sacerdote al que, con cariñoso pavor, llamamos Pepiño, despliega la sombra de su reinado de terror sobre el aula. Cuarenta niños abandonados a su suerte agachamos la cabeza y apretamos los dientes mientras, con paranoica premura, Pepiño eyecta una tromba de preguntas que, uno tras otro y en estricto orden de fila, debemos responder sin la menor vacilación. Hay que prestar en todo momento una atención agotadora, de artificiero o neurocirujano, porque el menor despiste puede condenarte. Una pregunta lanzada al aire por Pepiño es como una bola de nieve que va ganando peso y velocidad a medida que pasa de un compañero a otro, ya que, una vez la haya formulado, no la repetirá ni planteará una nueva hasta que alguien consiga responderla correctamente. Pero, de vez en cuando, uno no puede evitar relajarse mínimamente cuando la bola se encuentra a una distancia razonable. De este modo, puede ocurrir que un día, por mala suerte, se desencadene un alud de fallos en cadena de tal magnitud que acabes encontrándote a un solo turno de tener que responder a una pregunta que ni siquiera has escuchado. El pánico se desata cuando el compañero que te precede, el único que puede salvarte, palidece mientras sus labios tiemblan en silencio. "¡Cero en rojo a este bobo!", aúlla Pepiño, antes de apuntar su depredadora mirada sobre ti.

Lo peor, por supuesto, no es el cero en rojo. Hay humillaciones mucho menos redondas y sutiles. Todos lo sabemos, y si hay un momento del día en que nos da por rezar con todas nuestras fuerzas, es en su clase. Por favor, que no me toque a mí. Pero los caminos del señor son inescrutables y a veces uno corta el cable azul y todo explota o pinza el nervio equivocado y acaba perdiendo al paciente. Al fin y al cabo, tienes doce años.

La opción de guardar silencio parece, a priori, la más razonable, pero esa baza ya la ha jugado tu compañero, e incidir en ella podría resultar contraproducente. Así que echas a volar tu ingenio y respondes cualquier cosa, lo primero que se te pasa por la cabeza, como si estuvieses jugando a la ruleta rusa. Los ojos de Pepiño aumentan de tamaño mientras te observan con envenenado asombro. Puedes sentir los dos mil voltios de tensión nerviosa que recorren la clase y electrifican las patas de tu pupitre. Sabes que estás perdido, "Pero ¿quién es este bobo, oiga?", se arranca el cura, "Dígalo usted en casa: ¡mamá, soy tonto!".

Ahora, en 2020, al ver la respuesta de la presidenta de la Comunidad de Madrid (y, en general, de la insidiosa derecha de este país) a esta crisis, la famosa frase de Pepiño parece cobrar un sentido nuevo, al fin en el contexto adecuado. El cero en rojo resulta, a todas luces, insuficiente.

Fernando Ontañón es escritor