Imagínese que usted desea fuertemente que algo acontezca pero, cuando ocurre, pide formalmente a quien tenga capacidad de revocarlo, que lo haga. Quizá no le falta a usted algo de razón en lo formal, pero realmente se da cuenta de que tal cuestión es no solamente importante, sino imprescindible. Imagínese que, cuando usted formula tal petición, el órgano encargado de dirimir su pertinencia o no, le da la razón. Y que usted, que en realidad quería que aquello aconteciese, se queda pálido cuando es anulado siguiendo su solicitud. Aquello ya no sucederá. Y, por tanto, lo que ocurrirá será lo contrario.

Como usted es profundamente incoherente, al haber pedido que lo que estima conveniente y desea no ocurra, le pide a aquellos que pueden en último término obrar para que se verifique una u otra situación, que lo hagan. Les dice a los mismos que, aunque ahora ya no va a ocurrir lo que usted pidió que no ocurriese, se comporten de tal forma que hagan que sí que suceda. Y, ante su atónita mirada, escenifica usted que, en realidad, le hace muy poca gracia que sus palabras pidiendo la revocación hubiesen sido tenidas en cuenta. No las de aquel otro que pasaba por allí o las del vecino del quinto. No, no. Las suyas...

Póngale usted ahora a todo ello unas buenas dosis de efectos especiales, toneladas de falta de entendimiento y, sobre todo, la evidencia de que se está jugando una intensa partida de ajedrez donde lo de menos son las consecuencias para las piezas de hacer las cosas de una manera u otra. Lo importante es el jaque y, en particular, el jaque mate. Cobrarse la pieza más codiciada. El poder.

Traduzca usted todo este galimatías a la lamentable realidad de este país llamado España, donde lo público, maltratado hasta el infinito, alcanza estos días, seguramente, las cotas más bajas de eficiencia y sentido común, y las más altas de zafiedad, intereses creados y absoluta separación entre la realidad -un virus, una epidemia y personas que sufren- y la psicopática ficción en la que hemos instalado a aquellos que dicen que quieren servirnos, y que siguen jugando al ajedrez compulsivamente mientras se hunde el barco. Ya saben, el "juego político"...

Lo que usted quería que no sucediese es que le diesen la razón, en lo formal, en aquello de suspender el confinamiento obligatorio que frenase a quien, sin dedos de frente y lleno de peligro, se dispusiese a expandir el coronavirus SARS-CoV-2 este puente en el conjunto de España. Lo que sucedió es que sí, que un juez -aplicando la normativa vigente, tal y como está obligado a hacer un servidor de la Justicia- le dio la razón en lo formal y suspendió aquello que usted, sin embargo, estimaba necesario, conveniente y absolutamente indispensable. No podía hacer otra cosa porque, efectivamente, los mimbres con los que estaba construida tal decisión quizá no estaban del todo bien engrasados.

Lo que, a partir de ahí, siguió sucediendo, fue todavía mucho más kafkiano. Aconteció que usted se dirigió a los posibles ciudadanos -pocos pero suficientes para lograrlo- que, fuera de cualquier lógica, se disponían a reinfectar severamente al conjunto del país, y les pidió por favor que no saliesen, después de que usted se apuntase el discutible tanto de enmendarle la plana al Gobierno central. Sí, victoria en lo jurídico, pero pírrica y abocada, desde luego, al desastre sanitario.

Y, finalmente y después de otras cuantas peripecias, vueltas de tuerca, desencuentros y valientes jugadas de patio de colegio, es tal instancia, el Consejo de Ministros, el que tiene que diseñar un parche para tapar la hemorragia que usted, que no quería -de verdad de la buena- abrió con su peleona, pueril, irresponsable y grave actitud.

Sí, usted se llama Presidencia del Gobierno de la Comunidad de Madrid, por aquello de no poner nombres propios, y el esperpento aquí torpemente relatado no es el resultado de describir alguno de los más oscuros e inquietantes cuadros del maestro Francisco de Goya. Es la vibrante actualidad de en qué se ha convertido nuestra democracia, el ver cómo nuestras instituciones están copadas por aquellos que nunca tienen nada que perder y a los que les importa casi todo menos el bien común y la constatación del absoluto grado de irresponsabilidad instalado en buena parte de la esfera de aquellos que ejercen hoy el liderazgo en nuestro país. Nefasto liderazgo, por supuesto, vergonzoso y hasta ruín.

Así no. Porque actitudes como esta forma de hacer un triste remedo de la política nos ponen en peligro a todos, igual que la de aquellos que, independientemente del errático rumbo jurídico de las cosas, se empeñan en vacaciones sí o sí, igual que los que hacen fiestas en pisos en las ciudades universitarias o los que, importándoles todos un bledo o un pito, siguen propagando el coronavirus saltándose obligatorios confinamientos o con prácticas fuera de toda lógica. Son pocos relativamente, sí, pero suficientes para que este país haya ido a la deriva, siga yendo y hayan muerto muchos inocentes.

¡Qué pena todo! No me identifico con los que piden algo y esperan lo contrario, por mero tacticismo. Ni con los que están dispuestos a cruzar el país, porque la epidemia no va presuntamente con ellos. Ni con los que generan ruido, fuera de cualquier lógica. Y, ya ven que me mojo, felicito a un Consejo de Ministros que ha hecho lo único que tenía ahora sentido para romper la baraja de tan macabro juego. Y, en particular, a un Salvador Illa que, titubeante en otras fases de la pandemia, ayer estuvo a la altura y desmontó con nitidez y claridad inigualables las falacias y las tácticas de quien obra de forma torticera. Menos mal que existió su brillante rueda de prensa ayer con el Ministro del Interior. No devuelve absolutamente la fe en la política, ni mucho menos, en este país posmoderno, roto y un tanto fallido desde mil puntos de vista, pero algo ayuda a no caer de forma total y definitiva en la desesperanza.

El ajedrez, que me apasiona, está lleno de elegancia y nobleza. Pero estas no existen en estas infinitas partidas fuera de lugar. Y en las mismas acabamos perdiendo todos. Algunos, la vida.