¿Qué tal les va? Si me llegan a decir que, en tan poco tiempo, estaríamos contándonos cosas a 14 de octubre, no me lo hubiese creído. Sí, lo están adivinando, hago esta entradilla para volver a manifestarles mi perplejidad crónica por el rápido devenir de los días, por el paso del tiempo. Ya ven, hace nada estábamos hablando de que le quedaba poco al verano y, en poco más de dos meses, el año estará finiquitado. Seguro que están tan sorprendidos como yo...

Y ya que comenzamos en este registro, hablando de que no queda tanto para darle carpetazo a 2020, aprovecharé para apostillar que ojalá el próximo año en el calendario nos traiga algunas satisfacciones. Ya saben por dónde voy, que en estos tiempos complejos es poco lo que pedimos. Fundamentalmente lo de siempre, aquello de tener todos salud. Se agradecería que así fuese, como base para poder desarrollarnos individual y grupalmente y poder ofrecer lo mejor de nosotros mismos a la sociedad.

Mientras todo esto llega, aún nos quedan bastantes temas con los que dar guerra en este todavía vivito y coleando, y peleón, 2020. El próximo sábado, ya, hablaremos de esa tarea tan fundamental como es la erradicación de la pobreza, haciendo especial hincapié en el papel de la desigualdad, que campa hoy a sus anchas por el mundo. Una desigualdad que, tomen nota, irá a más durante y tras la irrupción de la Covid-19 en nuestras vidas. Y es que las políticas desarrolladas a partir de los años 90 en la línea de reducir la brecha socioeconómica entre los que más y los que menos tienen están hoy, en el contexto general del mundo, a la baja. No les quepa ninguna duda de que esto, al margen del desastre que provoque a corto plazo, será un freno y un problema para toda la Humanidad a medio y largo plazo. Porque no deja de ser una obscena entelequia pensar que unos pueden progresar sobre la miseria y las dificultades de los otros. Esto no funciona así, por mucho que nos empeñemos en ello.

Pero ya abordaremos todo ello, que tampoco quiero adelantarme al día en que tal reflexión toca. Hoy, a partir de un par de experiencias vividas los últimos días, les propongo algo diferente sobre lo que pensar. Se trata de algo que hablaba con un grupo de alumnos de Bachillerato, y que me interesa especialmente. Planteaba yo en tal foro la necesidad de hablar bien, refiriéndome con ello no solamente a la no utilización de muletillas y palabras comodín que nada aportan en cualquier discurso, sino a lo importante que es hablar con propiedad, tanto desde el punto de vista del léxico como en lo tocante a las cuestiones morfológicas. Un discurso que a alguno le puede parecer trasnochado, con lo que no estoy en absoluto de acuerdo. De hecho, y aquí va mi idea central sobre el asunto, soy de los que piensan que un buen discurso es crucial a la hora de compartir ideas y puntos de vista sobre cualquier cuestión, ayudando a llegar a los tan fundamentales consensos que por estas latitudes tanto se echan de menos, y de situar en su justo término a las disensiones, realizando una disección casi quirúrgica entre lo que verdaderamente nos separa, por un lado, y todo lo que nos une, por otro. Una tarea que, por ejemplo y por ponernos en algo que nos afecta a todos, falla en un ámbito político donde hace mucho tiempo que el monólogo ha sustituido al diálogo, el efectismo al intercambio de ideas, el interés particular al bien común y el marketing y el golpe de timón a partir de la demoscopia a la oferta de opciones ideológicas sólidas y no cambiantes.

¿Se dan cuenta que, salvo muy honrosas excepciones, una gran mayoría de las voces de la política exhiben un discurso pobre, manido y, para el colmo, lleno de incorrecciones? De un "deber de" más infinitivo (duda) que sustituye incorrectamente al "deber" más infinitivo (obligación), a expresiones sacadas literalmente de otros idiomas, o a términos fuera de contexto. ¿Y esto es tan importante? Pues yo creo que sí, porque una cabeza verdaderamente amueblada más allá de la propaganda partidaria y partidista ha de saber construir un discurso auténtico, creíble y correcto. Si no es así, probablemente tal debilidad desde el punto de vista de cómo contar las cosas no sea sino un síntoma claro de que tampoco hay una idea de cómo artícularlas claramente. Y es que, como dijo el clásico, contar las cosas bien es un reflejo de entenderlas a priori. Y si uno no entiende lo propio, ¿cómo va a aspirar a tomar decisiones sobre lo de todos?

En tal tipo de pensamientos andaba yo cuando uno de los chicos protestó porque, según su juicio, eso no importaba en su caso, ya que era "de ciencias". Craso error. ¿A dónde va la ciencia sin un discurso que permita hilvanar sus conceptos, abundar en sus indagaciones y contarlo correctamente a los demás? El método científico, en sí, tiene mucho de discursivo, y un conocimiento profundo del lenguaje y de una determinada lengua vuelve a ser un factor clave de éxito a la hora de cosechar cierto crédito al hablar. Es por eso que soy de los que siguen sin entender que los estudiantes de la opción científico-tecnológica no estudien latín o, si me apuran, incluso griego. Pero el despropósito absoluto es que, hoy por hoy, tampoco tengan como obligatoria, imprescindible diría yo, la Historia de la Filosofía, disciplina que es, sin duda, la madre de todo el pensamiento científico...

Hablar bien, pues, como punto de partida para dialogar y, a partir de ahí, construir. Algo a lo que ninguno de nosotros, entiendo, puede permanecer ajeno. Porque del discurso y del diálogo nace la concordia, el acuerdo y una forma de entender la "res publica" bien diferente a lo que se ve por estos lares.