¿Qué tal les trata la vida? Bueno, si están ustedes leyendo esto voy a intuir que bien o, como poco, regular. Porque, si fuese de otra manera, seguro que tenían bastantes cosas en que pensar y sobre las que actuar, como para seguir esto que les cuento. Así que déjenme que suponga, entonces, que van razonablemente bien. Me alegro de verdad. Y, dicho esto, les agradezco que estén de nuevo aquí y les invito a que pasen y vean...

Miren, hoy es uno de esos momentos donde no se puede uno salir demasiado del guión, en los que hay que tratar lo que hay que tratar. Y es que el 17 de octubre es un día importante, marcado con mayúsculas y en rojo en el calendario. Se trata de la jornada en la que, desde hace ya veintisiete años, la comunidad internacional celebra el Día Mundial para la Erradicación de la Pobreza. Algo importante, urgente y para mí indispensable. Pero algo que, al margen de los discursos oficiales, no está verdaderamente hoy en el núcleo duro de la agenda. ¿De cuál? Pues de todas...

Evidentemente en los últimos años ha habido un avance importante en la consecución de mejores cotas de bienestar socioeconómico en vastas regiones del globo. Y por ello debemos felicitarnos. Pero es bien cierto que, en el mismo período se han enquistado otros territorios como lugares verdaderamente horrorosos para vivir. Y es verdad que, hoy, a pesar de los avances sigue habiendo franjas del planeta donde la población afronta su día a día en condiciones verdaderamente misérrimas. No olviden que, en 2018, un ocho por ciento de las personas con trabajo en el mundo vivían con sus familias con menos de 1,90 dólares diarios por persona. Y fíjense que hablamos de trabajadores. No les cuento cuál es el panorama dentro de las enormes bolsas de población donde la subsistencia o se hace a partir de la economía informal o, directamente, esta se ve comprometida cada día.

Una de las caras que a mí más me interesa de la pobreza de hoy es la que tiene que ver con la desigualdad, verdadero "ángel de la muerte" que diezma las oportunidades de millones de personas. Y es que en estos tiempos de mundialización económica se ha desligado, de alguna manera, pobreza y territorio. Y, aunque evidentemente hay muchas más posibilidades de no tener recursos en Chad que en Alemania, en los dos territorios vamos a encontrar personas muy por debajo del límite de los valores umbral relativos de subsistencia en cada una de esas dos sociedades. He puesto el ejemplo de Alemania a propósito, para ir al límite de la idea, pero esta figura de la persona trabajadora y pobre a la vez se incrementa superlativamente si nos fijamos en el sur de esa misma Europa. Y, por supuesto, particularmente en España. Un territorio donde tal desigualdad -y de esto hemos hablado mucho en otros artículos- ha crecido como casi en ningún otro lugar del mundo más desarrollado. Sí, hoy no es evidente que trabajando uno se pueda desarrollar normalmente en términos socioeconómicos. Y tampoco una formación pertinente y unas competencias adecuadas aseguran encontrar un puesto de trabajo. Ni mucho menos.

La mundialización económica vigente ha supuesto una enorme oportunidad para los mejor posicionados. Firmas que han visto multiplicada su facturación de una forma muy importante, con nuevos mercados que conquistar, abriendo posibilidades antes inéditas. Sin embargo, la mayoría de las personas no ha ganado demasiado a partir del advenimiento de tal fenómeno. La homogeneización cultural tampoco implica un gran logro, al haberse perdido o al menos diluido muchos elementos del acervo propio de cada una de las sociedades de partida. Y, al ir acompañado todo ello de un enorme avance tecnológico, un resultado más eficiente y compacto en el desempeño en muchos sectores tampoco ha permeado en una mejoría para las capas sociales más numerosas. Claro que la mundialización ha tenido y tiene algunos puntos muy positivos pero, si ponemos todo ello en una balanza junto con lo que ha implicado en términos de desestructuración, pérdida de oportunidades y empobrecimiento cultural, aterrizándolo en el día a día de la mayoría de las personas, creo que hay un necesario debate. ¿Hemos ganado en felicidad, entendiendo la misma en su sentido más amplio? Déjenme que, al menos, lo dude, y así se lo plantee.

Hay quien desayuna en Washington y cena en Tokio, después de haber hecho una parada en algún otro lugar, y así casi cada día. Hay quien ordena cientos o miles de transacciones económicas sin valor real añadido, sin fabricar o inventar nada, y ganando dinero a espuertas solamente arañando valores diferenciales, e introduciendo peligrosas perturbaciones en los mercados y, a partir de ahí, en la vida de las personas. Hay quien atesora cada vez más y más, muy por encima de lo que jamás podrá gastar. Bien... Pero ¿y la mayoría? ¿Vive hoy mejor? La incuestionable mayor eficiencia hoy en la producción, ¿se traduce en una mejoría real en la gestión de los recursos totales del planeta? ¿Es necesario que yo pueda comer fruta producida en Chile o en Sudáfrica, por el capricho de disponer de un determinado producto todo el año? Como les digo, cada una de estas preguntas da para un libro entero. No es evidente que el camino seguido en los últimos tiempos, con todos sus elementos positivos, nos haya reportado más beneficios que perjuicios. Tendríamos que pararnos a pensar sobre ello...

Los acontecimientos más recientes y, como guinda, la infección por SARS-CoV-2 y su enfermedad asociada, denominada Covid-19, no han hecho más que recrudecer ciertas tendencias. Y el resultado de todo ello es que la pobreza, y particularmente la desigualdad, están creciendo hoy más que en los últimos tiempos. Hay quien dice que los esfuerzos surgidos a partir de los noventa han caído ya en saco roto. Creo que todo ello es un buen tema para reflexionar un ratito en un día como el de hoy, en el que decimos que queremos erradicar la pobreza.