Creo que es de justicia rendir tributo a quienes fueron nuestros maestros y profesores cuyo buen hacer se ha ganado un rincón de afecto y gratitud en nuestra memoria. Yo quiero hacerlo aquí y ahora. Formaron parte de nuestros años de juventud en el ejercicio de una función secular que les convierte en eslabones de una interminable cadena de trasmisores de la ciencia y del saber, generación tras generación. Hice aquel viejo Preuniversitario (el Preu) en el conocido, y hoy desaparecido, Colegio Academia Galicia, en La Coruña, centro que contaba con un muy solvente cuadro de profesores. Sin desdoro alguno para los demás, quiero evocar ahora a dos de ellos, de especial recuerdo por su calidad humana y el interés que en mí despertaban las materias que impartían.

Miguel González Garcés, poeta coruñés, entonces, y durante muchos años, director de la Biblioteca Pública del Estado, explicaba Literatura. Un privilegio, porque él mismo era literatura. Más que explicar, vivía lo que explicaba, sentía lo que decía, y eso se percibía en su discurso y su palabra. En mi memoria ha cristalizado una imagen: hombre enjuto, de tez morena, explicaba siempre de pie, fuera del estrado; le recuerdo comentando versos de Rosalía con un ejemplar de Austral en una mano, mientras la otra aleteaba en el aire, como si con ella aventase las palabras que salían de su boca con ánimo de que impregnasen la atmósfera del aula. Yo le seguía con viva atención y él debía advertirlo porque a veces detenía en mí su mirada, como si hiciese de mí destinatario único de sus comentarios. Luego, a la hora de calificar era muy generoso conmigo; invariablemente me daba la nota máxima. Yo creo que en parte premiaba mi embebida atención en sus clases. Aparte de otros reconocimientos como poeta, su labor docente le hizo merecedor del título de colegiado distinguido del Colegio de Doctores y Licenciados del Distrito Universitario de Santiago. No tuve ya ocasión de volver a verle, y bien que lo siento, aunque sí he hablado de él con uno de sus hijos, biólogo afincado en Vigo, al que tuve oportunidad de testimoniar mi buen recuerdo de su padre y mi afecto por él.

Luis Seoane se ocupaba de enseñarnos Historia de la Filosofía. Era profesor de muy larga experiencia, pues siendo muy joven, probablemente recién licenciado, ya había dado clase a mi madre. Tuvo el envidiable privilegio de haber vivido en la Residencia de Estudiantes. Aunque mayores en edad que él, por allí aún acudían a veces Lorca, Buñuel, Dalí. El primero llegó a pedirle que se sumase a La Barraca. Cuando llega a quinto curso de carrera, estalla la guerra civil, y esta circunstancia le llevó a licenciarse en Santiago.

Iba siempre bien vestido, de aspecto cuidado y pulcro, yo le percibía como hombre sereno y pacífico. Era profesor peripatético; explicaba por el pasillo formado entre dos filas de pupitres, andando cuatro o cinco pasos hacia adelante y otros tantos hacia atrás, siempre de cara a los alumnos. Consciente -pienso yo- de que la asignatura no era muy grata a los jóvenes, a quienes lo que dijesen Descartes, Spinoza o Kant les traía absolutamente sin cuidado, se esforzaba por hacer asequible la materia explicando despacio y repetidamente el pensamiento de las figuras cimeras de la filosofía. Recuerdo de modo especial -por lo que tenían para mí de hallazgo- las clases primeras dedicadas a Sócrates y la mayéutica que practicaba aquel partero de las ideas valiéndose de los interrogatorios a que sometía a sus conciudadanos para hacerles alumbrar, parir ideas y conceptos. Y nos lo contaba una y otra vez, porque sabía que la reiteración actuaba a modo de pedernal capaz de doblegar al alcornoque más obtuso. Yo salía del aula con la lección aprendida; no necesitaba acudir al libro sino solo para repasar lo ya adquirido y asimilado en clase.

Lejos estaba yo de imaginar entonces que andando el tiempo llegaría a tener fraternal amistad con su hijo José Luis, excelente magistrado, hoy en el Tribunal Supremo. A Luis Seoane sí tuve ocasión de verle años después; me sorprendía sobremanera que habiendo sido su alumno durante un solo curso, me recordase perfectamente. Un primer encuentro fue en la conocida librería coruñesa Arenas (aún vivía su dueño, Fernando). Coincidimos revolviendo libros en la misma mesa. Hablamos de las oposiciones -entonces yo era un sufriente y torturado opositor-- y en el curso de la conversación recordó el examen de un hermano suyo, reputado fiscal en Orense. El segundo encuentro tuvo lugar en la Alameda de Santiago de Compostela, una mañana de domingo. Yo estaba sentado con la que hoy es mi mujer en un banco del paseo que da vista a la catedral. Luis Seoane paseaba solo cuando pasó por delante de nosotros. Me miró y con una sonrisa llena de afabilidad me saludó. Esa es la última imagen que guardo de él. Y le sienta bien porque refleja la estampa del hombre bueno y cordial que era. Y sabio, porque estoy seguro de que él pensaba, como Montaigne, que la filosofía nos enseña a vivir.