Nuevo fin de semana, y octubre empieza a mostrarnos su furgón de cola. La historia de nuestras vidas, entretejidas en el espacio y en el tiempo, sigue evolucionando. Y, a falta de noviembre y diciembre, que ya verán que pasan en cuatro días, el año 2020 quedará finiquitado en mucho menos de lo que canta un gallo. Bueno, sí, en más tiempo. Pero poco...

Lo cierto es que estos últimos meses están siendo complicados para todos. La noticia era estos días que ya ha habido en España un millón de casos oficiales de Covid-19. Todos sabemos que, en realidad, son muchos más, sobre todo porque en aquella primera ola de la primavera, la contabilización que se hacía de los mismos era muy parcial. Y es que hubo momentos en que las pruebas solamente se hacían a aquellos que entraban francamente mal en un hospital, dejando enormes bolsas de enfermos asintomáticos sin contar en ninguna lista oficial. Es normal que, en los primeros momentos, todos los países se quedasen un poco con el pie cambiado, tan atónitos como descolocados, y ni la capacidad de detección ni el abordaje terapéutico de esta nueva patología fuesen los de ahora, a pesar de los esfuerzos del personal en primera línea.

Después de aquello vino una relativa quietud. La calma. Algún momento de homenaje y, sobre todo, una enorme presión por volver a una normalidad que nunca fue tal. Por tratar de salvar a diferentes sectores productivos y comerciales que, desde el primer momento de la crisis, fueron duramente abofeteados por la pandemia. Tiene su lógica.

Lo cierto es que la salud es la clave de bóveda sobre la que se edifica todo lo demás en nuestras vidas. Si, fruto de los esfuerzos por salvar la economía, perdemos nosotros la vida... ¿qué sentido tiene lo primero? Desde el mes de febrero he escrito columnas donde, sobre todo, insistí en esta idea. Porque, para mí, lo principal es enfocar al patógeno como el objetivo al que tenemos que batir y, acto seguido, ponernos manos a la obra en ello. Y, mientras los técnicos en diferentes campos abordan la cuestión tanto en el laboratorio como en la clínica, a los demás lo que nos tocaba -y sigue tocando- es esperar. Quedarnos en casa y asumir que, en esta etapa, todo queda más restringido, y no pretender hacer una vida normal que no es posible.

Pero no. La publicidad, de las empresas y también la institucional, no iba por ahí. No sé ustedes, pero yo recibí docenas de correos electrónicos ofreciendo todo tipo de planes vacacionales, "escapadas" y mil posibilidades de ocio. Hubo quien se despendoló y cruzó media España, o toda, o buena parte de Europa, haciendo esto, aquello y lo otro. Galicia se llenó de residentes en comunidades donde el virus hacía sus estragos, y esto desembocó en inmediatos repuntes de la infección, con casos muy mediáticos que, al menos vistos desde fuera, le dejan a uno boquiabierto ante tamaña irresponsabilidad. Y, por doquier, veías conductas inapropiadas que, en caso de que el virus hiciese acto de presencia, se iban a cobrar infecciones y, por ende, vidas humanas. Veías y, por supuesto, ves.

Con todo, este se ha convertido en uno de los territorios que, en el mundo, han sabido controlar peor la pandemia. Individuos que, al hilo de lo pontificado por gentes de la farándula o por curanderos diversos, han hecho lo que les ha dado la gana. Personas que no entienden que la mascarilla ha de cubrir bien nariz y boca, que cada vez que tocas esta has de higienizar tus manos y que tomar un café rápido -con distancia y con cautela- no es patente de corso para llevar hora y media con tal adminículo a modo de babero en una terraza. Pero hay mucho más, tal como empresas y organizaciones que no comprenden que priorizar el teletrabajo no solamente protege a sus trabajadores, sino a sus propias actividades ante eventuales paradas por contagios. Despachos y oficinas donde la ventilación brilla por su ausencia, creando el caldo de cultivo ideal para la transmisión del virus a partir de la generación de aerosoles, a pesar del mantenimiento de la distancia de seguridad y del uso de la mascarilla. O medidas contradictorias, con aulas llenas mientras se reducen a la mínima expresión otros ámbitos de convivencia. Y, mientras, toneladas de fiestas y botellones...

Y ahora... vienen los lamentos. ¿Cómo le explicamos lo que está ocurriendo a las familias de las personas que han perecido por algo que, con el concurso de todos, podía haber sido evitado? ¿Cómo frenaremos ahora el alto nivel de transmisión, que cuadruplica o más algunos de los escenarios peores en Europa, por los que otros países han tomado medidas de choque hace tiempo? ¿Cómo justificarán algunos el uso de la pandemia como instrumento de desgaste político y de presión para hacer brillar los propios colores, en detrimento de los de los demás?

Francamente, no estoy de acuerdo con que lo peor sea un posible confinamiento total. Es más, hace mucho que pienso -y vayan ustedes a la hemeroteca, que columnas no faltan desde febrero en tal sentido- que esto es ya imprescindible, como única forma de evitar lo que parece inevitable. Lo peor, queridos amigos, es la muerte. La destrucción. Las secuelas. El colapso de los sistemas de salud y, a partir de ahí, el no poder tratar a las víctimas. Todo eso sí que es malo. Muy malo. Horrible.

Sí. Yo me quedo en casa, desde febrero, mientras aquí se hablaba de algo similar a una gripe. Sigo quedándome en casa. Y creo que solo así podremos batir al bicho. Al SARS-CoV-2. O, al menos, mantenerlo en niveles relativamente bajos, que no profundicen en el abismo en el que hoy, sin duda, nos encontramos.