Creo que muchos de ustedes convendrán conmigo que la sociedad española de hoy está fuertemente dividida. Si la Constitución supuso, hace cuarenta y dos años, una sutura de la herida abierta por la Guerra Civil, en el momento presente parece que se ha reabierto el desgarro de entonces. En efecto, tanto en los medios de comunicación como en las redes sociales hacen constante acto de presencia, y con gran virulencia, las divergencias que habían sido superadas con el consenso. Razón por la cual las opiniones sobre nuestra situación política actual están llenas de rencor, de odio y de la violencia verbal que parecían haber sido desterradas para siempre.

No creo equivocarme si digo que ha sido la izquierda radical la que ha reabierto lo que estaba suturado. Y no es simplemente que se hayan soltado unos puntos que estaban mal prendidos, sino que se ha dado un nuevo tajo en lo que ya estaba cicatrizado. Por eso, muchos españoles de bien claman por una recuperación del clima de convergencia y armonía que hizo posible la transición.

Pero cuando uno ve cómo los independentistas amenazan una y otra vez con infringir la Constitución o contempla que todo un vicepresidente del Gobierno critica el Poder Judicial y a la Corona, o que el Gobierno amenaza con una reforma de la elección de los miembros del Poder Judicial para controlar la Judicatura (aunque es cierto que en la moción de censura el presidente Sánchez dijo "Vamos a detener el reloj de la reforma del Poder Judicial para poder llegar a un acuerdo con ustedes") le asalta cierta perplejidad: duda de si debe criticar públicamente los excesos de poder o si debe callarse y no alentar la crispación. Y es que desde la orilla de los criticados se insiste una y otra vez en pedir unidad cuando lo que realmente hacen y quieren es ahondar la división.

Pues bien, creo que, en lugar de mirar para otro lado, se debe criticar al poder cuando su actuación puede afectar negativamente a la convivencia democrática dentro de la Constitución y las Leyes. Este deber de crítica constructiva más allá de la pasividad para no crispar es algo que nos ensañan un poema y una escena cinematográfica: el poema es muy conocido del pastor Niemöller y la escena es de la película Esta tierra es mía, que seguramente también habrán vito muchos.

El poema dice así:

"Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,

guardé silencio,

porque yo no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,

guardé silencio,

porque yo no era socialdemócrata.

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,

no protesté,

porque yo no era sindicalista.

Cuando vinieron a buscar a los judíos,

no pronuncié palabra,

porque yo no era judío.

Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí,

no había nadie más que pudiera protestar".

En nuestros días, los radicales de izquierda están intentando hurtar nuestra libertad y yo no puedo guardar silencio, sino que debo defenderla con lo que tengo a mi alcance que es la pluma.

La escena de Esta tierra es mía, rodada en 1943 por Jean Renoir muestra una clase en un pueblo de Francia, en la que el profesor Lory, interpretado por un joven Charles Laugthon, le dice a sus alumnos que salvó un libro de la hoguera, que es la Declaración de los Derechos del Hombre y les va leyendo los primeros artículos, que son, como es sabido, un verdadero compendio de las libertades y los derechos fundamentales de los ciudadanos. Cuando está leyendo el artículo 5 entran en clase soldados nazis y se lo llevan detenido. Tras despedirse de sus alumnos y de su novia Louise Martin, interpretada por Maureen O'Hara, diciéndole que no llore que se va muy contento, ella continúa leyendo desde el artículo sexto.

A mi modo de ver la enseñanza que se extrae de este poema y del sketch es que no hay que callarse cuando de lo que se trata es de defender la libertad. Porque defender las libertades constitucionales jamás debería crispar. El que crispa es quien, como los nazis entonces y hoy los totalitarios, provoca que tengamos que defender la Constitución que es el marco que debe regir nuestra convivencia. Dicho de otro modo, entre quedarse callado ante los atropellos de la Constitución y no crispar o escribir para defenderla e irritar al poder, no tengo la más mínima duda de que hay que optar por lo segundo. Entre otras, por la fundamental razón, de que si nadie atacara la Constitución no sería necesaria su defensa.

Y es que los enemigos de la Constitución no solo llevan a cabo actos contrarios a la misma, sino que pretenden también amordazarnos: que los constitucionalistas no reaccionemos, que nos quedemos callados ante sus ataques, con la acusación de que si lo hacemos crispamos. Con lo cual, no solo atentan contra la más alta expresión de la voluntad popular que es la Constitución, sino que pretenden que los demás lo consintamos en silencio, porque si protestamos somos nosotros los que crispamos y no ellos que son los que provocan nuestra respuesta.