En muy poco tiempo, nuestra vida y sus familiares vicisitudes parecen haber quedado enajenadas bajo el embrujo de la maldición vírica. Sin embargo, los problemas de orden práctico más acuciantes siguen ahí, a pesar de haber dejado de ser una prioridad para nuestros múltiples gobernantes: la inseguridad y la precariedad del trabajo, la cada vez más desbaratada diferencia entre el precio de las cosas y las escuálidas nóminas, los alquileres abusivos y la juerga interminable del mercado inmobiliario (los bajos comerciales han empezado a convertirse en viviendas que salen a la venta por cifras de atraco a las tres, pero todavía asequibles para quienes saben a ciencia cierta que ya no podrán aspirar jamás a una entreplanta, y no descarten que pronto empiecen a ofrecernos garajes con un dormitorio, cuarto de aseo y vistas al maletero). Por no hablar de otras cuestiones más ingrávidas y sutiles (nuestro equilibrio emocional y el de nuestros niños, adolescentes y mayores, por decir una) que hemos ido enterrando bajo el peso diario de las (malas) noticias, los disparates de nuestros políticos y la incertidumbre de una pandemia que no sabemos cómo manejar y que, poco a poco, empieza a alterar no ya nuestro presente sino la forma en que nos disponemos a afrontar el porvenir.

Da la impresión de que ahora mismo, lo más importante es saber cuándo podremos juntarnos más de cinco en una casa (lo cierto es que si eres un político o empresario influyente se te permite ir de fiesta chic hasta con ochenta personas, pero pongamos que escribo para los mortales habituales); si podremos volver a salir a cenar con los amigos y abrazarlos mientras trastabillamos en el apogeo de la sobremesa; si esta Navidad seguirá habiendo luces derrochando energía y mal gusto en nuestras ciudades (en unas más que en otras, claro); y si nos dejarán consumir lo suficiente o si consumir nos resultará tan excitante como antaño tal como están las cosas.

En fin, estoy convencido de que nuestros nada populistas gobernantes se encargarán de alimentar convenientemente estas y otras angustias trascendentales para nuestra existencia civilizada. Pero a mí me gustaría, en palabras del mismísimo Danny Rose, genial personaje de Woody Allen, "introducir un concepto en esta coyuntura": ¿no sería posible que las muy variadas y socioculturalmente tan distintas comunidades autónomas de este país de gente tan diferente entre sí, se pusieran de acuerdo para establecer unos protocolos coherentes y unificados para todos los ciudadanos, dado que el virus no distingue entre chulapos y gaiteiros, por ejemplo? Y ya puestos, además (o en lugar) de tantas restricciones encaminadas, sobre todo, a poner coto a los ciudadanos más insolidarios, indiferentes, irresponsables o estúpidos, ¿no convendría haber realizado ya una extraordinaria inversión en Sanidad para fortalecer el sistema y dotar a centros de salud y hospitales de los medios humanos y materiales suficientes para orquestar un operativo de detección y seguimiento de los casos de Covid que no alterase el resto de los servicios? Quizá sea una locura.

Fernando Ontañón es escritor