Si me conocen ustedes, queridos amigos y lectores, o si por lo menos han leído mis columnas desde febrero hasta hoy, sabrán que no solamente cumplo a rajatabla las indicaciones de la autoridad competente para protegernos a nosotros mismos y a los demás de los efectos del SARS-CoV-2 y su infección asociada, la Covid-19. No, estarán seguros de que, además, voy varios pasos por delante. Esto significa que, cuando nos dicen que nos relacionemos poco, yo hace tiempo ya que hago lo estrictamente necesario. Cuando hablan de mascarillas, he optado desde el principio por el modelo que más protege a los demás, usándola cuando se discutía que era necesaria. Y cuando se habla, ¡por fin!, de que es necesario ventilar, mis videos y escritos al efecto ya han sido vistos por bastantes personas. En esto de protegernos mientras la ciencia trabaja para aportar soluciones al problema global que hoy nos afecta, soy más papista que el Papa. Y, miren, nunca mejor dicho después de la fotografía de este último con nuestro presidente del Gobierno y su esposa, los tres sin protección.

Sin embargo, y por esto les cuento lo anterior, hoy me he sentido como la Cenicienta, con su espléndida carroza a punto de convertirse en una calabaza. Y no porque las calabazas, también las que cultivo, no sean deliciosas sino porque su capacidad para trasladarnos de un lugar a otro es nula.

La cuestión es que había estado en Coruña a primera hora, dejando en su trabajo a mi marido. Luego regresé a casa y, acto seguido, me trasladé por motivos laborales a la comarca de Ortegal. Después de la jornada de trabajo regresaría a Coruña, le recogería y... para casa. Y a encerrarnos todo el fin de semana como es patrón habitual de nuestros fines de semana, excepto alguna visita de tarde de sábado o domingo a nuestros familiares queridos. Pero hete aquí que, estando en medio de la vorágine de la faena diaria, alguien avisó de que había novedades en cuanto a las normas de confinamiento para mejorar los números de la pandemia y, sobre todo, para que este puente no implique un éxodo masivo de la ciudad a las zonas rurales. Ya conocen ustedes lo dictado, con lo que me ahorro contárselo. En ese momento caí en la cuenta de que tendría problemas para volver a Coruña y, de ahí, enmendar el camino para regresar a mi actual domicilio. Llevaba documentación acreditativa de mi lugar de trabajo y residencia, firmada por el órgano oportuno, pero no era evidente que tuviese que ir a Coruña justo entonces, aunque no dejaba de ser necesario en tanto que ya les conté que había dejado a Marcos por la mañana en el hospital, sin modo de volver autónomamente.

Lo expuse en el trabajo y, rodeado de personas empáticas como estoy, pude salir un poquito antes, para efectivamente llegar a tiempo a la ciudad y volver a salir de ella antes de que se montase el enorme atasco derivado del cierre de los accesos. Misión cumplida y, cuando el hechizo se rompió, estábamos los dos a salvo. Pero mi reflexión sobre el confinamiento, sobre todos los peculiares tipos, colores y formatos de confinamiento, quedó grabada en algún lugar de mi cerebro, y es lo que comparto hoy con ustedes.

Miren, se están oyendo cosas como... "para que no tengamos que, irremediablemente, volver a la dureza del confinamiento en casa". Y yo, ante ello, me rebelo. ¿Saben por qué? Porque yo creo que el confinamiento, el de verdad, el que implica no poder salir de casa, no es tan duro cuando obedece realmente a razones científicas para atajar el virus. Es más, creo hace tiempo que es necesario, y así han obrado otros países a nuestro alrededor. Con las tasas de contagio que hay hoy en nuestro entorno, será imposible parar el virus con algo tan naïf como cerrar perimetralmente, no dejar salir por la noche o no consumir en bares en la barra. Tal y como están las cosas, es necesario pararlo todo. Que no podamos salir. Todo lo demás son paños calientes que, como es evidente hace tiempo, sirven para poco.

Tal nivel de confinamiento absoluto lleva implícitas, además, otras formas de protección. El derecho a teletrabajar, por ejemplo. O la no presencialidad temporal de la docencia. Herramientas que son hoy posibles y que, en un entorno de aislamiento total, funcionan y son útiles para reducir muy al mínimo la expansión del SARS-CoV-2. Eso sí que vale, por mucho que sea reducir la esfera jurídica del particular y limitar derechos fundamentales. No salir desde las once de la noche o no salir de la ciudad estamos viendo que ayudan, pero no bastan.

Algunos pondrán a la economía como mascarón de proa contra todo lo que signifique enfriar, aquí y ahora, la actividad humana. A esos yo les pregunto, entonces, ¿cuánto vale una vida humana? ¿Qué precio ponen? Comprendo que sea muy doloroso reducir la facturación a la nada, y tener que acometer medidas temporales de repliegue de la actividad económica. Lo es, y creo que el conjunto de la sociedad -el Estado- ha de comprometerse verdaderamente con los sectores más afectados. Pero, dicho esto, ¿cuántas personas dejarían ustedes morir por aquello de cerrar solo por días -última boutade de quien, presa de su ignorancia, nunca ha entendido nada- o de no comprometer el mes, el trimestre o el año? He ahí el quid de la cuestión. Estamos en una situación excepcional, en la que la preservación de la salud es, con mucho, lo más importante. Por todo ello y vista la irresponsabilidad de una parte de la sociedad, el confinamiento domiciliario temporal, sin paliativos, es hoy imprescindible e inevitable. Todo lo demás son componendas, jugadas de una partida de ajedrez entre no pocos psicópatas, enredo y desenredo de madejas y, mientras tanto, cifras inéditas de contagio, enfermedad y muerte.

Quedémonos en casa y desembaracémonos de estas terribles tasas de transmisión del SARS-CoV-2. Ya. Y, más adelante, ya veremos qué, cómo y cuándo. Sin control ya, apliquemos lo imprescindible y lo inevitable. Y protéjasenos a todos, de forma homogénea y estable con políticas reales orientadas a la erradicación de la enfermedad, como se hizo en China. No a jugar al ratón y al gato.