En los últimos días y, por diversos motivos, me he visto obligada a tratar más de lo deseable con ciertas entidades bancarias -que vienen siendo los Bancos de toda la vida-, pero con la particularidad de que muchas carecen de cajas, sus empleados rotan de oficina en oficina como si de peonzas se tratase y, además de tener asignado un gestor más o menos simpático y siempre previa cita; se da por sentado que el cliente debe saber operar por internet como si hubiese recibido las mismas clases que ellos recibieron para ello.

Me indigna sobremanera la deshumanización de las entidades financieras, pero me preocupa el hastío y la amargura de la que hace gala más de uno de sus operarios. Personas robotizadas e incapaces de salirse de los parámetros conocidos, para así ayudar a un prójimo sobrepasado emocionalmente por el azote de la pandemia y, logísticamente, por el desconocimiento del que muchos --especialmente esos mayores que nos lo han enseñado todo a nosotros y a ellos-, hacen gala.

Si a mis padres les aterra el mundo que han construido para sus hijos, a mí me espeluzna la forma que algunos tienen de llamarles imbéciles a la cara. Si no saben descargarse un archivo, son mirados como si viviesen en otro planeta. Si no confían del todo en el cajero en el que dejan sus billetes, son tratados como ignorantes y, si carecen de aparatos tecnológicos, les pasan factura por hacerles el supuesto favor de imprimir un recibo.

Supongo que el gran problema de este mundo va más allá de si muchos trabajadores de las oficinas se creen superiores a otros de sus congéneres o de si se han olvidado del sinfín de cursos que tienen que hacer para actualizarse y por los que los demás mortales no estamos obligados a pasar. El verdadero enigma radica en que se han perdido valores tan fundamentales como la educación. Y ya se sabe que al maleducado se le da un poco de poder y este se suele transformar en resentimiento.

La vida es suficientemente complicada como para que aquellos que se supone están para ayudarnos se conviertan en tiranos. Absolutamente ningún integrante de ninguna empresa privada debería funcionar así, más que nada, porque tienen tan seguro su trabajo como el tiempo durante el cual los clientes deseen que custodien sus finanzas. Y ya sabemos eso de que todos somos necesarios pero ninguno imprescindible.

Así que les propongo a aquellos que se den por aludidos, que se esmeren en sonreír bajo sus mascarillas y en no tratar a la clientela en general y, en particular a la de edad avanzada, como si fuese ganado, sino más bien que vean el vivo retrato de cómo serán ellos en unos cuantos años ante una nueva generación conocedora de unos avances tecnológicos de los que ellos no tendrán ni la más remota idea?, pero sobre todo, muéstrense educados y pacientes que para eso les pagan? O quizás les pagamos también nosotros, porque a menor volumen de trabajo, menos puestos necesarios.

No chisten desde sus mesas a sus clientes. Eso déjenlo para su padre y para su madre que, sin duda, han sido testigos de unos ademanes que no han sabido corregir a tiempo. Háganse los simpáticos y tírense al suelo con los que tienen más y con los que tienen menos. Eso también es cambiante. Compórtense tal y cómo lo harían si el director general tuviera el detalle de visitar su oficina antes de morir; pero sobre todo sean educados? tanto como les gustaría que lo fuesen con ustedes, por ejemplo, si estuviesen gravemente enfermos y depositasen todas sus esperanzas de ayuda en el doctor o doctora que les estuviese atendiendo.

Aunque en ninguna Facultad lo enseñan y es algo que debería venir en cada cual de serie, aprendan a ser mejores y a comprender que no conviene ir por la vida de sabiondo, que hay que ayudar al que carece del conocimiento necesario para realizar las gestiones y que no hay que dar nada por sentado. No son menos que ustedes -los que se dan por aludidos-, los que tienen unos conocimientos académicos o profesionales distintos a los suyos, pero son muchísimo más si además gozan de una buena educación basada en principios y valores.