Les saludo en este 20 de noviembre. Ven que ya tenemos delante la recta final de este mes y, con ello, casi la de este peculiar año. Bueno... si es para bien... Aunque ya saben que eso del calendario, como lo son el gregoriano y el juliano, no deja de ser una convención que nosotros mismos hemos creado, con lo que no existen razones objetivas para que, por el simple hecho de cambiar de etiqueta anual, la cosa cambie... Por eso, en vez de esperar tal mudanza, sigamos empeñándonos con nuestra actitud y trabajo para que todo nos sea más propicio, y para que el desastre colectivo no vaya a más. Ojalá.

Pero hablar de futuro y de mejoría global con visos de centrar bien la cuestión no puede hacerse sin prestar atención a los principales seres concernidos por ello, es decir, a la infancia. Porque para cualquier sociedad sus niños y niñas son, sobre todo, su legado. No tiene sentido hablar de un mundo mejor cuando las cosas están mal para ellos, o cuando el futuro que se les vislumbra tiene más sombras de las que cabría esperar, o más que las que acontecían en el momento en que sus padres eran niños.

Por eso es especialmente sobrecogedora la realidad que presentan diversos informes y acercamientos a la cuestión de la pobreza infantil en España, tanto desde la perspectiva oficial -y no por ello menos valiente- del Alto Comisionado sobre la Pobreza Infantil como desde organismos multilaterales referentes, como Naciones Unidas, o desde un Tercer Sector implicado, propositivo y siempre muy lúcido. En todo caso, el resumen de la fotografía no es nada bueno: España está a la cabeza de Europa en cuanto a tasa de pobreza infantil, a la altura de países como Bulgaria o Rumanía. Una verdadera losa si nos planteamos la viabilidad futura de una sociedad armónica y sana. Una losa en torno a un 27%, inasumible, intolerable y verdadera bomba de relojería para cualquier sociedad.

Es por eso que es preciso un conjunto de medidas urgentes que cambien la tendencia creciente de un serio problema que hoy afecta ya a más de dos millones de niños y, sobre todo, niñas. Y más en esta época de pandemia, con clara afectación económica, donde la caída de ingresos de los hogares es importante, y donde esta se ceba precisamente con aquellos donde hay una mayor vulnerabilidad de partida. Hablamos, sobre todo, de hogares monomarentales con uno o dos menores a cargo, u hogares con dos progenitores con exiguos sueldos o donde solamente uno trabaja, o donde los dos no tienen empleo.

Lo cierto es que el primer hito importante para afrontar esto es la necesidad de un buen diagnóstico, junto con una visión compartida de cuáles pueden ser las soluciones. Y en esto, que es importante, me quedo con las palabras del Alto Comisionado contra la pobreza infantil en España, Ernesto Gasco, en recientes declaraciones a medios de comunicación, en la línea de que "seguramente todos los Gobiernos de España hasta ahora han puesto medidas en marcha convencidos de su eficacia y con buena voluntad, pero las mismas no han funcionado". Efectivamente. No se trata de echarse una vez más los demonios y los trastos a la cabeza, como suele funcionar en todas las cuestiones en este país, sino de remar juntos y en el buen camino. Y, para ello, una vez diagnosticado el desastre, debemos preguntarnos qué hacer y cómo. A partir de aquí, buena parte de la lógica del cambio está conseguida.

En tal sentido, todos tenemos claro que la línea de las prestaciones es fundamental a corto plazo, sin que unas canibalicen a otras, ni entrando en esa otra tentación tan patria de liar la perdiz para crear algo nuevo que, a la postre, sirva para salir en la fotografía pero en realidad no cambie nada. No. Hay que orientarse a resultados y estos, en este caso, implican una profunda reducción de la brecha social, una reactivación del ascensor social, profundamente averiado en España, y un enfoque integral verdaderamente novedoso. Y es que, hablando del maltrecho ascensor social, no olviden que aquí quien nace pobre muere pobre, y que este es el país de nuestro entorno donde más importa la cuna, y no las competencias adquiridas o los méritos, para dibujar el futuro de las personas. Es triste, pero es así.

En el medio y largo plazo, la educación es una herramienta clave, imprescindible, potente y definitiva. Y aquí entramos en harina, en medio de la vorágine de líos, sentimientos, inexactitudes e intereses creados que se viven en nuestro país, en estos días, en tal ámbito. Ya lo hablaremos, que esto merece ser tratado con calma, y en varias etapas. Pero o el Estado garantiza un acceso a una educación de calidad, y un mantenimiento del alumnado en el mismo a pesar de determinados mecanismos centrífugos, o el riesgo es alto. Pero -como les digo- de esto, en vísperas de la Lomloe hablaremos en otro momento, que se me acaba el espacio y ello conforma un tema en sí mismo.

Dedico a todos los niños y niñas este texto escrito ayer, 20 de noviembre, en el Día Internacional de los Derechos de la Infancia, en el que se conmemora la firma de la Convención Internacional de sus Derechos.