Se llama o hace llamar Eva. Me trae sin cuidado. Tampoco sé si tiene dieciséis o veinte años. Una ya los dejó atrás hace mucho tiempo y, la verdad, es que cuesta trabajo calcular.

Eva fue siempre una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre. Ni sentía, ni pensaba, ni se comportaba como un chico, a pesar de que su DNI se empeñaba en recordar a propios y a extraños que sí lo era por un error de la naturaleza… Y es que esta última comete demasiados, sino que se lo pregunten a las víctimas de esta pandemia y a todos los que,día a día, peleamos tras una máscara para que no nos engulla del todo.

La historia de Eva supongo que, a pesar de su corta edad, no solamente ha sido dura, sino que daría para escribir varios tomos de libros en los que, aquellos que la juzgan y persiguen, jamás aparecerán. Son mediocres, y lo común y corriente solamente interesa a aquellos que ven la vida pasar frente a un televisor que se sacia con las desgracias ajenas, mientras ellos se consuelan sintiéndose privilegiados ante miserias que superan a las suyas con creces. O eso quieren creer.

Supongo que la joven que nos ocupa, para llegar a aceptarse y a convencer a sus padres de una realidad que, a buen seguro, no habrán querido ver a la primera; habrá sufrido lo indecible. Ese sufrimiento, sin embargo, seguro que la ha hecho más madura y mucho más humana que aquellos descerebrados que, a falta de mejores planes, la esperaron el sábado pasado a la salida de su casa de Barcelona para pegarle una paliza.

No son los golpes y cortes en sí los que obligan a mis dedos a escribir, sino la rabia que siento de que mis hijos vayan a formar parte de una generación en la que todavía existen un sinfín de animales descerebrados que disfrutan dañando a otras personas por el mero hecho de ser diferentes a ellos…, algo que, quizás, deberíamos celebrar en lugar de lamentar.

Cada día, trato de inculcar a mi prole el respeto y la comprensión hacia el prójimo. Lo demás me trae bastante sin cuidado, porque, si son buenas personas, harán del mundo un lugar mejor, recibirán amor a raudales y serán felices con ellos mismos; algo que sin duda es la llave para lograr hacer felices a los demás. Y cuando la gente no es feliz, se enzarzan en rabias, envidias y excusas para tratar de evitar que sus objetivos lo sean.

Eva está bien. Es joven y guapa y tiene un montón de seguidores y amigos. Presumiblemente goza también de una familia que ha sabido adaptarse a una circunstancia excepcional y que trata de dar a su hija la seguridad que necesita para salir a los leones, que no son otros que aquellos que la discriminan y odian, seguramente, por haber tenido la valentía de ponerse el mundo por montera. Y, es que el qué dirán, señores y señoras, no ha hecho otra cosa que crear reprimidos. Y es en la represión donde nacen el resentimiento y la hipocresía, ambas, cuna de la infelicidad.

Este escrito va por Eva, va por alguien que, a diferencia de otros muchos seres, no tiene miedo a ser. Va por una niña que ha abierto el camino para otros que sufren en silencio y, también va por su madre, que habrá sufrido lo indecible hasta entender y apoyar, que habrá huido de miradas y hecho oídos sordos a los desprecios que sometían a su niño otros pequeños educados en hogares donde no hay más rey que la intolerancia.

Va por aquellos que, a falta de problemas, tienen que pelear contra sus hijos hasta aceptar una realidad que muchas veces les supera, así como contra un sistema que presume de progresista y está plagado de energúmenos. Este es el país que tenemos. Más allá del virus que nos ocupa; debería caer todo el peso de la ley sobre los niños malos, porque algún día serán terribles adultos.